Tu nombre en la pared

Tras un nombre siempre hay mil calles, mil historias.

¿Quién es o quién habrá sido Agustina, esa Agustinita plasmada con propósito perdurable y no como efímero corazón de tiza pintado en la pared? En medio de las ruinas de esta casa escurialense, con apenas unos ladrillos en pie, llama la atención la placa amarilla sobre el blanco muro, tan sugerente como el primer día: Villa Agustinita. Tras la verja se vislumbra una vieja autocaravana, un hogar rodante que también parece varado y fuera de la circulación. Frente a La casa encendida de Luis Rosales, aquel último rayo de esperanza doméstica, estas casas deshabitadas y a la intemperie: hogares convertidos en esqueletos de piedra, sin más techo que el cielo y las estrellas. Edificios destruidos por la guerra, por la desidia, por el peso de los años, por el olvido.

Cada vez que paso por la calle Francisco de Mora, en El Escorial, me fijo en este detalle, en ese nombre sobre el azulejo que se resiste a desaparecer. Un nombre para recordarnos que allí hubo antes una vida sobre la que el viandante ocasional no sabe nada, aunque quiere imaginar que transcurrió en un tiempo feliz. ¿Qué voces y qué pensamientos habrán resonado allí? ¿Qué risas y qué llantos? ¿Cuántos sueños habrán surgido tras sus puertas y ventanas?

Las vidas se suceden y se superponen: restos de grafitis al fondo.

No he encontrado, pese a algunos intentos de búsqueda, ninguna referencia a Agustina ni a la historia de esta villa, vecina de esos otros hotelitos o chalés tan característicos de la sierra madrileña. Ante la falta de datos, que los habrá, cómo no, siempre queda el ejercicio de la fantasía: las ideas humanas tienden a la asociación libre, a la ocurrencia, si escasea la información. Cada cual llena esos huecos mentales como puede o como quiere. Al pasar por delante de Villa Agustinita, hay días en que se me viene a la cabeza, como un resorte, un viejo tema musical de la movida ochentera. No me refiero a Corazón de tiza (Radio Futura), citado al inicio, que también. Hablo de la canción más popular de La Guardia: Mil calles llevan hacia ti. Sus autores, Manuel España y Quini Almendros, se preguntan qué camino, qué itinerario se ha de seguir para no perder el rastro de un anhelado «perfume de mujer». En la letra se deshoja alegremente la margarita de las posibilidades y se abre el gran mapa de las rutas sentimentales, variopintas y casi infinitas cuando se busca el amor. ¿Cómo se llega a ese destino dichoso?

Quizás mostrándote una flor / O hacer que pierdas el timón / Poner tu nombre en la pared / O amarte cada atardecer.

La resistencia de Agustinita, de ese nombre solitario y limpio, de ese diminutivo cariñoso que sobrevive en medio de la destrucción y el abandono, conmueve al paseante. La memoria aguanta el desgaste del tiempo mejor que las almenas. Mil calles llevan hacia ti… y sé que tengo que elegir. 

Entrada de Villa Agustinita, en El Escorial.

Frutas de la pasión

A los nuevos ricos, sobre todo si su fortuna es de procedencia dudosa, se les pega el dinero, pero no la decencia ni, menos aún, la elegancia. Desde los gayumbos floreados de los roldanes que en el mundo han sido hasta las marisquerías finas y los coches de lujo, el catálogo caprichoso de estos aprovechados deja mucho que desear. El buen gusto, como el cariño verdadero, no se compra ni se vende. Más allá del bochorno político de estos días, y a la espera de que todos estos presuntos escándalos de Koldos y Maseratis se aclaren y se juzguen en su caso, me temo que la nada graciosa ocurrencia del gusto por peras y manzanas —pongamos que hablo de Madrid— se va a tornar agridulce, como el sabor del maracuyá. Frutas de la pasión.

Lo peor, claro está, no es que esos conseguidores sean unos horteras deslumbrados por el brillo de la plata y los billetes. Lo más triste —y lo inmoral— es que hayan podido hacer esa clase de negocios turbios, el tiempo lo dirá, con las arcas públicas. Y aprovechándose de aquella dramática pandemia.

Buenos días, tristeza

Adieu tristesse / Bonjour Tristesse

Paul Éluard, À peine défigurée, 1932

Paseantes en la playa de San Lorenzo de Gijón. Otoño de 2023.

Decía Álvaro Cunqueiro, y tenía mucha razón, que la tristeza es un lujo que solo se pueden permitir los jóvenes. Hoy, por obra y gracia de una ocurrencia comercial lanzada en 2005, el planeta, o sea el mercado, celebra el blue monday, supuestamente el día más triste del año. Su creador, Cliff Arnall, ideó una especie de fórmula matemática para justificar la elección del tercer lunes de enero como la jornada más deprimente y oscura del calendario. Las causas de ese pretendido bajón emocional no parecían muy originales: fin de las navidades, acumulación de gastos originados por las fiestas, tiempo frío y desapacible, escasez de luz natural, propósitos anuales de cambio incumplidos… y frustraciones cotidianas en general, deudas incluidas.

La promotora de la campaña publicitaria que originó el blue monday era una agencia de viajes, Sky Travel, dispuesta a ofrecer un remedio infalible contra esta melancolía pasajera: adquirir unos biletes y reservar alojamiento para unas cortas y reparadoras vacaciones. No funcionó del todo bien. Sky Travel echó el cierre con el paso del tiempo y el psicólogo que dio la idea a la agencia, Cliff Arnall, se desdijo de sus predicciones y encabezó una campaña contra su propia iniciativa: #StopBlueMonday.

Gotas de lluvia en una corrala de Madrid. El invierno está asociado al blue monday..

Todo en vano. Los negocios tienen sus propias reglas y el dichoso blue monday, lejos de desaparecer, «ha venido para quedarse» —juré por todos los dioses que nunca usaría esta odiosa muletilla—. Este día triste y azul (lo del gato de Roberto Carlos es otro cantar) ha desbordado a sus creadores, por más que abominen del día y de la hora en que lo pusieron en marcha. No hay arreglo: estamos rodeados.

He encabezado estas notas con los muy archicitados versos de Paul Éluard, procedentes de su libro La vie inmédiate. Como ocurre tantas veces, el inicio del poema no se asocia a Éluard, sino a François Sagan, que los utilizó para titular su popular novela —Buenos días, tristeza—, aparecida en 1954. El año pasado, la editorial Cátedra publicó una nueva edición y traducción al español, trabajo realizado con exquisitez por María Luisa Guerrero.

La novela se publicó en 1954.

En 1958, la novela llegó al cine bajo la dirección estelar de Otto Preminger. Y con un reparto de lujo:

Termino con otra alusión a Cunqueiro. A don Álvaro no le gustaba nada esta obra de François Sagan: «No se exagera nada si se afirma que el título [Buenos días, tristeza] era muy hermoso, y en verdad excesivo para tan pobre novela, uno de esos bluffs característicos de la historia francesa de la literatura que París impone cuando quiere como un éxito mundial». La sentencia procede de un envés aparecido en Faro de Vigo el 18 de febrero de 1964. Es obvio que Cunqueiro le tenía más simpatía a Éluard que a Sagan y, en el mencionado artículo, aprovechó para dejarnos una hermosa traducción al gallego del famoso poema.

La tristeza, y sus variantes, más allá de la boutade de Cunqueiro —«un lujo para jóvenes»— son un asunto demasiado serio y grave como para dejarlo en manos de las plataformas comerciales y los grandes almacenes. Enero no es un buen mes para hacer el agosto ni para venirse abajo. Demasiado pronto para tirar la toalla. Vayamos con calma.

Faro de Vigo, 18 de febrero de 1964.