Sequía

Jardines de la Casita del Príncipe

La frágil planta de la foto, apenas un brote, parece pedir a gritos un poco de agua. Está en unos jardines públicos, los de la Casita del Príncipe (El Escorial, Madrid), rodeada de congéneres de todos los tamaños y condiciones. La mayoría de árboles y flores del lugar —estas últimas escasas de pétalos ya al final del verano— gozan aquí de buena salud, gracias a los cuidados del personal de Patrimonio Nacional, y resisten con dignidad el sofoco de las altas temperaturas.

Al incipiente ejemplar de la imagen, por alguna razón que desconozco, hoy no le ha llegado el riego. No ha probado el agua en todo el día o, segunda posibilidad, a esta hora de la cálida tarde, ha consumido ya hasta la última gota. No lejos de ella hay otras que intentan salir adelante en medio de una tierra polvorienta y yerma. Suelo árido y caliente, pese a las atenciones que recibe por parte de los jardineros en este enclave de lujo: en la naturaleza, si el ser humano anda por el medio, también hay clases y privilegios.

La incertidumbre del arbusto

Mientras paseo y contemplo su lucha por la vida, escucho en la radio que el parlamento español ha aprobado, por fin, una serie de medidas (tímidas aún) para atajar la dramática crisis climática y energética en la que estamos inmersos. Las propuestas del Gobierno han salido adelante por los pelos, con los votos en contra de la derecha, miope y egoísta, dispuesta a todo, incluso a la sinrazón como hoy mismo, para recuperar un poder que considera suyo por la gracia de Dios. O tal parece. ¿Cómo explicar sino tanta incongruencia, tanto desatino? Ya veremos si esa estrategia de tierra quemada, de populismo rancio, les funciona a esos partidos de charanga y pandereta machadiana en las urnas, siempre soberanas para los demócratas, nos gusten o no los resultados.

Estanque de la Casita del Príncipe

En el pequeño estanque situado en la parte alta de los jardines de la Casita del Príncipe, ranas y renacuajos aprovechan el agua para cumplir con sus ciclos y rituales. Sobreviven y croan en medio de esta charca artificial y de caudal escaso, ajenas a las incomprensibles decisiones humanas, generalmente adversas para ellas y sus semejantes.

Primera edición (1920) de este libro de crónicas y artículos

Adenda con Julio Camba

Las ranas, y ellas lo saben aunque no cobren derechos de autoría, son propicias para las fábulas. Cuando el gran Julio Camba, cínico y brillante, reunió en un libro parte de sus deliciosas crónicas como enviado especial, lo tituló precisamente La rana viajera (1920):

«Yo estoy en mis colecciones de crónicas extranjeras como una rana que estuviese en un frasco de alcohol. El lector puede verme girar los ojos y estirar o encoger las patas a cada momento. Lo que parecen críticas o comentarios no son más que reacciones contra el ambiente extraño y hostil. Yo he ido a París, y a Londres, y a Berlín, y a Nueva York con una ingenuidad y una buena fe de batracio».

Inevitablemente, la andadura de todo corresponsal, antes o después, acaba con el regreso a casa. Y así le sucedió a Julio Camba: «Ahora el poeta vuelve a su tierra, es decir, la rana torna a la charca. Pero, y sin que haya llegado a criar pelo, ya no es la misma rana de antes. (…) ¿Cómo encontrará su charca la rana viajera, después de una ausencia de tantos años?». La respuesta de Camba, en el último párrafo:

«… no solo resultará que España no puede ser un modelo para las otras gentes, sino que no sirve apenas para los mismos españoles. La rana encontrará su charca muy poco confortable».