
Acreditación de prensa para el Nobel de 1989 y dedicatoria del «Pascual Duarte», con motivo del viaje a Estocolmo, al autor de este blog.
He leído esta mañana en los periódicos que la semana próxima, el martes, se cumplen diez años de la muerte de Camilo José Cela. Compruebo, ya en los titulares, que las viejas disputas entre su único hijo, también Camilo de nombre, y la viuda del novelista, Marina Castaño, siguen sin resolver. La Fundación dedicada al escritor, que alberga todos los manuscritos de su obra, ha sido una de las víctimas indirectas de esos desacuerdos, tan frecuentes entre los herederos de los autores y de los artistas en general. Una pena siempre, y más en este caso porque la riqueza literaria de sus fondos es excepcional.
No cometeré la osadía de esbozar en estas líneas, ni por asomo, el perfil biográfico de Cela porque, además de innecesario, nunca olvidaré lo que el propio don Camilo le dijo en cierta ocasión a una azafata de Iberia que le solicitaba la identificación en el aeropuerto. La respuesta fue, más o menos, así:
¿Cómo que quién soy yo, señorita? Yo soy alguien al que hay que conocer, aunque solo sea por cultura general.
Traté bastante a Cela en mi etapa de redactor y jefe de cultura de los informativos de Televisión Española. Tuve la suerte de acompañarle, como otros tantos periodistas [Juan Cruz, Pablo Larrañeta, Raúl del Pozo, Fernando Sánchez Dragó, Nieves Herrero…] en el viaje a Estocolmo, cuando recibió el Premio Nobel en diciembre 1989. Recuerdo aún las imágenes que dimos en el Telediario de Rosa María Mateo, con la siesta de Cela en pleno vuelo, al lado ya de Marina Castaño. Su hijo aún mantenía entonces relaciones aparentemente cordiales con él, pese a que la separación de sus padres acababa de hacerse pública, y estaba en la capital sueca con toda aquella corte que seguía al autor de «La colmena» de un lado a otro.
Podría evocar decenas de situaciones, retazos de aquellas agotadoras jornadas previas a la entrega, pero prefiero quedarme con el día en que conocimos, y contamos, la concesión del premio, el 19 de octubre de 1989. A la una en punto de la tarde yo estaba en la sala de teletipos de Torrespaña esperando a que saliera el fallo del Nobel, siempre tan puntual. No había pantallas aún y las noticias llegaban en papel. Sonaron las campanillas anunciadoras de un «urgente» y allí, en un escueto despacho de France Press, apareció el nombre de Cela como ganador. Salí corriendo para decírselo a Luis Mariñas [descansa en paz, maestro], editor del Telediario de las tres. Muy cerca de él estaba Jorge Cela, hermano de Camilo, compañero en TVE y hombre discreto que, solo por esta vez, no pudo disimular la emoción.
Luego vino la locura. Los viajes al Clavín, la urbanización de La Alcarria en la que vivía con Marina; los planos del manuscrito de «Madera de boj» sobre la mesa, tantas veces emitidos; la llegada tumultuosa a Torrespaña para entrar en directo en el Telediario y luego en el programa de las tardes de Jesús Hermida. Era jueves, día de sesión en la Real Academia Española [pertenecía a la corporación desde 1957, pero apenas iba ya] y, cuando alguien le preguntó que haría después para celebrar el galardón, al salir de TVE, no lo dudó un instante:
-Nada especial, a las seis de la tarde, a la Academia, como todos los jueves. Usted, dirá.
Todo cambiaría para él a partir de entonces. Vendrían otros premios «menores» que se le habían resistido [el Planeta, el Cervantes] y el personaje, que ya tenía dimensiones estelares antes del Nobel, fue ganando terreno al escritor hasta eclipsarlo por completo en algunos momentos. Lo señala hoy, y lo lamenta, su hijo en los diarios, en declaraciones a la periodista Ana Mendoza, de la agencia EFE: «El verdadero Cela no es el marqués. Es el vagabundo que escribió ‘Viaje a la Alcarria’ y dos o tres de las novelas más importantes del siglo XX».
Esta mañana he desempolvado una vieja edición de «La familia de Pascual Duarte» y me he encontrado, al abrirla, con la credencial de prensa de los Nobel y una dedicatoria manuscrita horas antes de salir hacia Estocolmo. Solo por esta novela sobrecogedora, Cela ya habría formado parte de la gran historia de la literatura española. Y ahí sigue, diez años después, aunque las leyendas y las miserias empañen a veces su impresionante legado, su obra excepcional.