Frutas de la pasión

A los nuevos ricos, sobre todo si su fortuna es de procedencia dudosa, se les pega el dinero, pero no la decencia ni, menos aún, la elegancia. Desde los gayumbos floreados de los roldanes que en el mundo han sido hasta las marisquerías finas y los coches de lujo, el catálogo caprichoso de estos aprovechados deja mucho que desear. El buen gusto, como el cariño verdadero, no se compra ni se vende. Más allá del bochorno político de estos días, y a la espera de que todos estos presuntos escándalos de Koldos y Maseratis se aclaren y se juzguen en su caso, me temo que la nada graciosa ocurrencia del gusto por peras y manzanas —pongamos que hablo de Madrid— se va a tornar agridulce, como el sabor del maracuyá. Frutas de la pasión.

Lo peor, claro está, no es que esos conseguidores sean unos horteras deslumbrados por el brillo de la plata y los billetes. Lo más triste —y lo inmoral— es que hayan podido hacer esa clase de negocios turbios, el tiempo lo dirá, con las arcas públicas. Y aprovechándose de aquella dramática pandemia.

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