
Esta caseta, con aspecto de cabina telefónica inglesa reconvertida en armario para aperos de jardinería, es en realidad una biblioteca al aire libre, un habitáculo destinado al intercambio de libros. En algún momento del día o de la noche, manos anónimas depositan y retiran las obras de su interior, de forma que sus baldas se renuevan constantemente. La puerta no tiene cerradura, tan solo un pasador que el usuario abre y cierra a su antojo. Cuando la descubrí, lo primero que hice fue echar un vistazo a lo que había dentro. Y me encontré con esto: cuatro estantes rebosantes.


Admito que la mayoría de los títulos disponibles no me interesaban demasiado, más que por los autores —que algunos, tampoco— por las ediciones, bastante vulgares y descuidadas. Los bibliófilos, gremio en el que milito solo como meritorio, somos bastantes quisquillosos —repunantes como se dice en Asturias y Galicia— con las cubiertas, las encuadernaciones, el papel, la tipografía y la conservación de los libros. Nadie es perfecto. A pesar de esos reparos, solo imputables a mis prejuicios y manías, enseguida vi dos volúmenes de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós y tres tomos de novelas cortas, publicadas por Reader’s Digest, con títulos muy interesantes. O sea que, en caso de necesidad literaria, había en donde elegir. Sin embargo, la vista se me fue de inmediato a un librito medio desvencijado y sin tapas. De su anterior propietaria solo sabemos que fue una desconocida Elena, a juzgar por la firma estampada en una de las hojas. Para esa deducción tampoco hace falta ser Hércules Poirot. El título era sugerente y turbador. Por unos segundos dudé si no se trataba de un juego de rol. Aquí dejo las imágenes:


Confieso que no he leído ese relato de Agatha Christie, Un cadáver en la biblioteca, pero me pareció inquietante que estuviera allí tan a la vista, como si fuera un mensaje en clave o un guiño macabro. No le di más importancia, pero volví al día siguiente y, para mi sorpresa, ya no lo encontré. El cadáver del armario, o sea el libro, había desaparecido. ¿Quién se interesó por aquel ejemplar viejo y desmadejado? Había volado el muerto, pero, por contra, sí aprecié, apilado con otros, un título en el que no había reparado en las visitas anteriores: una edición del Quijote de Avellaneda. En una plaza de nombre Cervantes y con una escultura que parece inspirada en el caballero andante casi en frente, me pareció una afrenta que alguien pusiera allí el Quijote apócrifo que tantos disgustos le dio a don Miguel.

Como las apariencias engañan, también he podido comprobar que las siete esculturas ubicadas en los jardines del hospital no son guiños al Quijote como yo supuse erróneamente, sino un tributo de Fernando Bellver a la generación de pintores y escritores que animaron la vida artística del París de hace un siglo, desde Pablo Picasso a Gertrude Stein: «Homenaje Café Stein». «Una rosa es una rosa», decía Gertrude y cantaba Mecano, pero una cabeza con yelmo no tiene por qué ser por fuerza la de Alonso Quijano.


Misterios y bromas al margen, la verdad es que reconforta descubrir que en la villa de Arriondas, que dispone de biblioteca municipal desde 1956, haya personas capaces de poner en marcha la feliz iniciativa de sacar los libros a la calle. Y por partida doble. Una caseta igual que la del hospital también hace las mismas funciones en el parque de La Llera, aunque, a decir verdad, estaba algo más desangelada —con menos libros— que la otra.


Todo este peregrinaje libresco, fruto de una fugaz estancia en la villa en que nací en el lejano 1956 y de la que falto hace casi medio siglo, enlaza con la visita que hice a la biblioteca municipal, cuya creación coincidió, como apuntaba antes, con el año de mi natalicio. Pero esa es otra historia, otro cuento, cuyo desenlace reservo para los lectores de la revista La Peruyal, que se edita el próximo mes de julio y en la que ha sido un honor colaborar.