Dedicado a Juan Nicieza y Carlos Lomas, que ejercieron el noble oficio de correctores en el Asturias, antes de entregarse en cuerpo y alma a la enseñanza. Y, sobre todo, a los ausentes, inolvidables compañeros de viaje en aquella aventura periodística.

Primer número del periódico, fechado el 5.12.1978
Del periódico Asturias, nacido el cinco de diciembre de 1978 —hace hoy cuarenta años— he escrito aquí al menos en un par de ocasiones y no creo que pueda ni deba decir mucho más que entonces. En mi entorno me advierten con cariño de cierta tendencia mía a actuar como el abuelo de la familia Cebolleta —aquel pelma de las historietas de Manuel Vázquez, siempre dispuesto a contar sus batallas—, aunque, dicho sea entre nosotros, creo que no tengo el vicio de la nostalgia. Uno, ya se sabe, casi nunca se reconoce.
Lo cierto es que llevo todo el día, en medio de quehaceres diversos —y los que me aguardan—, dándole vueltas a la conveniencia de comentar, o no, el aniversario y me he resistido hasta ahora, al filo ya de las ocho de la tarde. Incluso he buscado en las redes sociales, ese caladero inagotable de chismes y remedios, a ver si alguien se había adelantado con el recordatorio y justificar así mi silencio, pero no he visto nada. Ya sin excusa, hilvano estas líneas, dedicadas sobre todo a quienes formaron parte de aquel proyecto ilusionante y que, por desgracia, ya no habitan entre nosotros. Seguro que me olvido* de alguien, por lo que pido disculpas previas y solicito ayuda para subsanar los probables errores. Entre los ausentes vinculados a la redacción inicial figuran Víctor Arrieta, Ramón González, Julio Puente, Celso Alonso Sanjulián, José Antonio Bron, Nacho G. Orejas… además de los miembros del consejo de administración Pedro Piñera y José Manuel Fernández Felgueroso. In memoriam.
El Asturias, impulsado por el infatigable Graciano García y en cierta medida heredero de la memorable Asturias Semanal también creada por él, salió a la calle en la víspera del referéndum constitucional, fecha no elegida al azar y especialmente simbólica, según se explicaba en el primer número. La andadura fue intensa, pero muy corta: después de muchos reveses y dificultades económicas —tampoco olvido el fuego amigo de algunos otros medios y colegas de la época—, el periódico sacó la última edición el 2 de diciembre de 1979 con la publicación en exclusiva del anteproyecto de Estatuto de Autonomía para Asturias. Conseguir aquel dichoso texto —el fotógrafo Víctor Arrieta fue testigo— me costó no sangre, pero sí sudor y lágrimas.
Con dos directores al frente, primero el citado Graciano —que resistió la retirada de la publicidad de UCD, molesta por un reportaje sobre Ibias que yo había publicado: siempre lo recordaré agradecido— y después el entrañable Melchor Fernández Díaz; con dos directores al frente, decía, el Asturias fue producto e imagen y semejanza de una época que ha pasado de la idealización exagerada al entredicho sin más: la Transición. Sin caer en el abuelismo Cebolleta, o eso espero, sí que empiezo a ser de los pocos de aquella hornada periodística que no ven únicamente engaños, traiciones y trampas sin fin en la vida política de unos años difíciles, los inmediatamente posteriores a la muerte de un dictador cruel y nefasto: el general Francisco Franco. Cierto que hubo muchas concesiones, verdad también que se resolvieron mal asuntos de gran trascendencia —y pagamos aún sus consecuencias—, pero pretender arreglar esos desajustes con las herramientas y las ideas del momento presente, sin perspectiva ni memoria de lo ocurrido y de sus porqués, me parece otro error: un recurso fácil y extemporáneo. Sin aquel posibilismo imperfecto, sin aquella clase política de diversas procedencias y tan desigual en su compromiso, es improbable que se hubieran logrado consensos perdurables en las cuestiones esenciales, esas felizmente plasmadas en la Constitución de 1978, la más resistente de nuestra historia, a pesar de sus defectos y de su evidente necesidad de reforma.
¿Se pudo hacer más y mejor? Probablemente sí. No tengo más remedio que mirarme a mí mismo —esto ya es una variante más peligrosa del abuelismo: Narciso ante el espejo— para intentar comprender y no ser demasiado severo. Vistas desde hoy, cinco de diciembre de 2018, hay numerosas y cruciales decisiones sobre mi vida —personal y profesional— tomadas en aquellos años que, de poder viajar en el tiempo, afrontaría de otro modo. Asumo, como cualquiera, todo mi pasado: conozco bastante bien mis fallos y carencias, mis limitaciones actuales y pretéritas, sin que por eso viva sumido en la tribulación, me flagele cada noche o eche la culpa de mis fracasos a los fantasmas de antaño. Una cosa es la autocrítica, y la revisión del pasado, y otra la alegre condena con la que nos gusta enmendar mágicamente la plana a la historia. El futuro, el individual y el colectivo, no se construye solo mirando hacia atrás, como si todo lo precedente constituyera un fraude y fuera el origen y la causa de nuestras desgracias actuales.
En medio de la fiebre conmemorativa de estos días, que no me produce especiales emociones porque soy consciente de la gravedad del tiempo presente, estaba obligado conmigo mismo a dejar humilde y efímera constancia de aquella singladura periodística, en la que tanto aprendimos: la vida siempre discurre entre la utopía y el desengaño. Mantengo grabado el inquietante silencio inicial reinante en la redacción del polígono de Silvota, cerca de Lugones, antes de su inauguración. Empecé a frecuentarla en cuanto hubo luz, agua y teléfono en el local. Aún no había llegado el grueso de la plantilla, donde, además de los ya citados —y otros más: José Luis López del Valle, por ejemplo, muy curtido en el oficio cuando llegó allí— había una tropa juvenil, feliz e indocumentada de la que formé parte a mis 22 años: «Somo y los palacagüinas de El Paisín», dijo alguien con burlesco humor carbayón semanas antes de la botadura del buque. Pura exageración: ni yo me sentí nunca Carlos Mejía Godoy, entonces muy en boga, ni siquiera conocía a gran parte de mis nuevos compañeros. He de añadir entre ellos (mencionaba al inicio a los anónimos correctores de pruebas) a quienes trabajaban en los talleres, en la administración, en el reparto… a todos los que hacían posible la llegada diaria al quiosco.

Último número del «Asturias», publicado el 2.12.1979.
Doce meses después del lanzamiento llegó el cierre, tal como se refleja en las páginas que reproduzco aquí. Fue inevitable. Y no, no hubo reaparición ni segunda oportunidad. Volvió entonces el silencio al edificio y Pedro Pablo Alonso y yo, ambos miembros del comité de empresa, tuvimos que volver varias veces más por las instalaciones porque había que resolver un conflicto laboral con muchos flecos administrativos y sindicales. Cuando pasé por allí algunos años después, el inmueble estaba habitado por unos okupas, que me recibieron con poco cariño apenas vieron el coche en lontananza: hube de salir pitando.
Hace un par de días, en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España —lugar que frecuento ahora por otras razones—, pedí la caja microfilmada del Asturias, un estuche verde con toda la historia del periódico dentro. Tuve en su día en mi poder la colección completa encuadernada —donada después a una biblioteca pública de Gijón—, pero ahora he necesitado recurrir a archivos ajenos: bendita sea su existencia. Alguien podrá ver en esa cajina, verde que te quiero verde, algo inerte: la urna en la que reposan los restos, el esqueleto polvoriento de un diario. El depósito final de las cenizas —pienso en La Torre de Suso— siempre resulta problemático, así que esta vez, lejos de imaginarme ante un recipiente funerario, sentí entre las manos, en ese rollo de película en blanco y negro, la calidez prometedora de un semillero: el embrión de muchos éxitos y fracasos llegados después. Lo demás, lo venidero, está por escribir. Y espero que sea aún mejor.
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*Como ya suponía, y lamentablemente, la lista de ausentes estaba incompleta. Según me cuenta José Luis López del Valle, a quien agradezco sinceramente la información, también nos dejaron Miguel Rosado, compañero que formó parte de la delegación de Gijón, y tres miembros de la sección de deportes, dirigida con maestría por el propio José Luis antes de ser redactor jefe: José Antonio García (Pepete) y Alfonsín, que se ocupaban si no recuerdo mal del entonces llamado fútbol modesto, y Juan Miguel Fuente (Juanmi), un apasionado del ciclismo.
Sobre Pepete y Alfonsín, un dúo profesional inseparable, escribió Celso Alonso Sanjulián (otro de los ausentes) un emotivo obituario en «La Nueva España» que se puede leer aquí.
Descansen en paz.

La colección completa del «Asturias» está disponible en la Biblioteca Nacional de España.