Nicolás Muller, nostálgico sin excesos, divo sin estridencias, era un asturiano de Hungría que preparaba muy bien el café. Recuerdo ese aroma en el gran salón de su casa de Andrín, en Llanes, con aquel gran ventanal abierto al Cuera, en donde recibía con generosidad a quien llamara a su puerta. Allí tuve el privilegio de conocer, al comienzo de los ochenta, sus inquietantes fotos de los campesinos magiares, de los niños de Tánger, de los hombres y las mujeres de la España gris y fría de la posguerra. Parte de esas imágenes se han reunido ahora en Madrid, en la mejor exposición sobre su excelente obra organizada hasta la fecha, revisada con mimo por su hija Ana, heredera del oficio, brillante fotógrafa.
Coqueto, seductor, artista en el mejor sentido de la palabra, Nicolás había visto mucho mundo antes de recalar en aquella aldea asturiana, a la que llegó de la mano de otro olvidado: Fernando Vela. En Andrín, con la mirada perdida en los verdes y los azules del paisaje, en las nieblas de los valles, contaba y reiventaba historias deliciosas y sobrecogedoras: su salida de Hungría, la llegada a Francia, el viaje a Portugal, la vida en Marruecos. Por su estudio de la calle Serrano había pasado en el franquismo la «crema de la intelectualidad»: Ortega y Azorín, Baroja y Menéndez Pidal, Cela y Marañón, Laín y Ridruejo.
Ya conocía muchas de las fotos expuestas ahora —otras son inéditas— en copias de calidad extraordinaria. Ya había visto esa Hasselblad con la que captó instantes maravillosos, fugaces, irrepetibles. Ya había ojeado sus libros de viajes por España y había contemplado el busto que le hizo Pablo Serrano. Pero no tenía noticia de la existencia de esta maleta que parece sacada de un relato de Julio Verne, de un trayecto en el Orient Express.
En esa maleta, que se se exhibe junto a otros objetos personales, viajaron los sueños de un fotógrafo de mirada personal y profunda. De un Nicolás Muller escéptico en sus últimos años, decepcionado a veces, pero consciente de haber recogido la realidad de su tiempo y sus circunstancias con cada disparo fotográfico.
Sobre Muller, y con Muller, escribieron Manuel Vicent y Francisco Umbral, Pío Baroja y Azorín. Pienso hoy, lejos de allí, en aquellos atardeceres sobre el Cuera, junto a la chimenea, mientras sonaba Mozart desde algún artilugio japonés de la época, cuando hacían furor los primeros Discman.
Andaban por la casa Pico, un gato siamés, y Zygan, un puli húngaro, que le acompañaron en los últimos años. Entonces Nicolás sacaba sus fotos de una caja de papel Ilford, recordaba fechas, comentaba situaciones, disculpaba vanidades, ofrecía orujos de melocotón, buscaba momentos perdidos. Y olía a café.
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La exposición Nicolás Muller. Obras maestras puede visitarse hasta el 23 de febrero de 2014 en la Sala Canal, Santa Engracia, 125. Madrid.