
Estación de El Escorial, inaugurada en 1861.
El viajero, un Buendía cualquiera, recuerda la noche en que su padre le llevó a conocer el tren: aquella locomotora negra y humeante, lenta máquina de vía estrecha.
Hoy, sesenta años después, va de Atocha a El Escorial, destino de reyes y turistas, meca de novios y poetas. Tras la ventanilla, palabras mayores: Chamartín, Ramón y Cajal, Paco de Lucía… San Yago.
En la estación de El Escorial, final de trayecto, ya no huele a chocolate como en tiempos del gallego Matías López, pero llegan aromas de pan hasta el andén. Arriba, en el monasterio, repican las campanas.
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P. S. Esta nota, escrita en el tren (faltaría más), tenía otro destino (nunca mejor dicho) y estaba limitada por un número máximo de caracteres. Antes de mandarla a la papelera, o de ampliarla con pinceladas de color y ocurrencias por el estilo, he decidido hacer la foto, tomada hoy a mediodía, y colocarla aquí tal cual. Y no añado más explicaciones porque la aclaración ya casi ocupa más que el original.