
Siempre me fascinaron los talleres de las modistas y los sastres, nobles ocupaciones laborales que ya conocieron tiempos mejores. El olor de las telas, el sonido de la máquina de coser, la precisión de la cinta métrica. El oficio se ha adaptado a los tiempos y tanto unas como otros sobreviven ahora bajo el camuflaje de esas tiendas que anuncian arreglos de ropa: «Se meten bajos, se bordan iniciales, se hacen zurcidos». El clásico renovarse o morir tiene hoy otras denominaciones más eufemísticas —nos reciclamos, nos reconvertimos, nos reinventamos—, pero mantiene la misma esencia darwiniana. He comparado muchas veces la escritura periodística, que es la única que he practicado y practico (y a mucha honra), con el acto de coser o tricotar. En ambos ejercicios hay que tirar de la madeja y hacer con el ovillo una manga, un reportaje, un puño, una reseña, un cuello, una necrológica y, a veces, un jersey entero o una crónica.
Algo parecido ocurre con los rituales asociados a la corrección de pruebas —un libro de artículos, por ejemplo—, tarea más grata de lo que parece, al menos para mí. Todo tiene su liturgia. La ceremonia requiere humildad: hay que asumir de antemano los fallos y las erratas que se nos pasarán por alto y que luego saltarán a primera vista, como dedo acusador. Imagino que a quienes diseñan, hilvanan y componen un vestido o un traje les pasa lo mismo cuando llega el destinatario de la prenda y hay que probarla de cuerpo presente, expresión con tintes funerarios que no viene a cuento emplear aquí al pie de la letra.

Estas metáforas sobre periodismo y costura me han acompañado todos estos años. No quiero olvidar la más socorrida: coser para fuera. Se decía no solo de la modista que trabajaba por encargo desde su casa para el exterior, para la calle, sino de aquel redactor de plantilla en un periódico que, si se terciaba la ocasión, colaboraba esporádicamente en otra publicación a cambio de un dinero complementario. Confieso haber practicado ese arte con bastante frecuencia in illo tempore y me temo que en el momento presente, con miles de colegas precarios y mal pagados, es un modus vivendi bastante habitual. ¿Acaso el freelance no cose para fuera todo el rato? Cose para afuera y, para añadir más incertidumbre a su vida, cobra a tanto el metro, en otra feliz expresión de mi época para describir el pago por pieza publicada o emitida.
En fin, que estos días pasados, metido en la entretenida tarea de corregir unas pruebas de imprenta, he dispuesto mi escritorio como hago cada día, como si fuera el sastrecillo de los cuentos infantiles: la Singer, la vara de medir, las telas, los dedales, los lápices, los alfileres y las tizas. Solo me ha faltado poner a Lilian de Celis, oriunda de mi pueblo (Parres, Asturias) e intérprete de aquel cuplé** prefeminista que sonaba en los cabarés y las emisoras de radio en tiempos de posguerra: «Batallón de modistillas». Coser y cantar. Redactar y corregir.
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*La primera versión de esta nota, escrita sobre la marcha con el teclado del teléfono, la publiqué hace unos días en Facebook. La rescato aquí ahora con leves retoques y una foto nueva. Afirmaba Camilo José Cela —salvando las distancias, como se suele decir—que cuando algo se reescribe —en este caso, ni eso: copia y pega, autoplagio— se le notan las costuras. De ser así, valga en mi descargo que de eso se trata, de tirar del hilo.
**La canción se estrenó en 1912 en el Teatro Romea de Barcelona, interpretada por Marietina, según consta en el catálogo de la Biblioteca Nacional de España, en donde figura como pasodoble. Lilian de Celis (Fíos, Parres, Asturias) la grabó a finales de los años cincuenta en el sello Columbia y a ella se debe la versión más popular.