Un paseo por el Viejo Panamá, tan distinto al de los rascacielos y los bancos del centro financiero de la capital, es un pasaporte asegurado a la nostalgia. Edificios derruidos, casas abandonadas, vestigios del tiempo: preguntas en el aire.
En esta callejuela próxima al monumento a Simón Bolívar, casi solitaria a media tarde, se sostiene un edificio en ruinas, atravesado por resistentes vigas carcomidas. Si el viajero detiene la vista, aunque sea un instante, verá entre sus muros, ilustrados por los grafitis, la huella de una antigua sastrería: apenas una sombra.
El rótulo, desvaído sobre la pared desconchada, casi parece un reclamo turístico, una evocación de aquel bestseller de John le Carré llevado al cine con el mismo título. ¿Cuántos trajes se habrán confeccionado tras esta fachada? ¿Cuántos días de estreno y de ilusión, de pruebas y medidas, se esconden en el interior, hoy tomado por la vegetación?
Unos metros más abajo, ya en la plaza, el grupo de niños que jugaba a la pelota delante de la estatua del libertador, trepa por la ventana de otro caserón deshabitado. La aventura, incluso en este pequeño país bañado por dos mares y atravesado por un canal, suele estar en la otra orilla, en la prohibida: cuando se salta la verja y se atraviesa la ventana de la casa verde.
Nota.
La foto que da título a este blog, al que el autor no presta la atención que debiera, está tomada hace dos años en el Canal de Panamá. Estas dos imágenes, sin embargo, son de ahora, del 24 de octubre pasado. El fotógrafo accidental que suscribe las anteriores líneas, yo mismo, ha preferido mirar esta vez tierra adentro, aunque también ha visto y retratado el mar, el caleidoscopio inacabado de Frank Gehry. Las postales y los espías, Núñez de Balboa y Anayansi, quedan para mejor ocasión.