Esta silueta dibujada en el cielo de Madrid también se podría pintar con palabras, con millones de palabras. Frases y sentencias de todos los géneros, oratoria de todos los colores: discursos, rezos, sermones, versos, cánticos, responsos, diccionarios, guías, notas. Palabras, muchas veces, escritas en el aire: para preguntas sin respuesta.
Suelo subir casi todas las mañanas por aquí, calle Felipe IV arriba, y no deja de impresionarme cada día esta imagen. La foto es de hoy mismo, martes de carnaval, y fue tomada casi al alba: a la derecha, el Museo del Prado; en el centro, la iglesia de los Jerónimos, y, a la izquierda, la Real Academia Española.
A la espalda del caminante, que siempre ha sido un ser más poético y menos urbanizado que el peatón, quedan el Palace y el Ritz, la plaza de Neptuno, la Fundación Thyssen, la Bolsa. Pocos lugares de Madrid reúnen tanta historia, tanto arte, tanto poder. Solo el Prado bastaría para permanecer varias vidas en su interior, en diálogo permanente con los cuadros, con sus autores, con los personajes que habitan en sus lienzos.
Del arte de las palabras, divinas y humanas, saben lo suyo en la parroquia vecina. Al pasar por el viejo convento de los Jerónimos, que tras la restauración brilla más que antes, recuerdo con frecuencia la tantas veces citada homilía de Tarancón durante la misa de coronación del Rey, en 1975: aquella retórica eclesiástica, aquella voz grave de fumador, solemne y controvertida.
Y qué decir de la Academia, la casa de las palabras por excelencia, con cerca de trescientos años de historia, aunque no todos en esta sede, inaugurada en 1894. Abruma pensar todo lo que se ha dicho y discutido en este rincón de Madrid, en las salas y pasillos de estos tres edificios teñidos de color dorado cuando cae sobre ellos el sol de media tarde. A esas horas, al ocaso, se oyen los murmullos de los turistas y los trinos de los gorriones, pero también se escuchan los silencios y los ecos, el paso de la vida y de la historia, la difusa sombra de las palabras.