Yo nací en una casa sin libros, lo cual no es ninguna deshonra. De la infancia, lo más parecido que recuerdo a un libro, al margen del «Parvulito» y la «Enciclopedia Álvarez», es un volumen de tapas amarillas y título entre ácido y picante que andaba por allí: «La salud por el ajo y el limón». Demasiada aspereza literaria para un niño. Por fortuna, mis padres tenían un estanco y allí puede leer miles de tebeos, incluidas las «Vidas ejemplares» de la editorial Novaro, exóticos relatos sobre santos que no me llevaron a las misiones de puro milagro.
Esta mañana, sin tener noticia aún del inquietante reportaje de Daniel Verdú sobre el incierto futuro de los libros electrónicos, publicado en «El País» [Su biblioteca digital morirá con usted], he pasado por la Cuesta de Moyano. Salvo una, todas las casetas estaban cerradas y esa imagen misteriosa me llevó a imaginar, como tantos otros días en que subo o bajo por allí, los secretos particulares de los miles de libros que duermen cada noche en estas frágiles tiendas de madera, al lado del Jardín Botánico de Madrid. A pequeña escala, la Cuesta de Moyano es una feria del libro permanente, discreta, con fondos procedentes de los más diversos orígenes y de las más variadas herencias. Bibliotecas personales obligadas a abandonar su domicilio de siempre para terminar aquí, en medio de guías y tratados, porque los parientes del antiguo propietario no saben qué hacer con tanto papel.
Horas después, a mediodía, una llamada del periodista Winston Manrique, me hizo volver sobre el texto de Verdú y el resto del martes ya no he dejado de tener en la cabeza historias de libros: los primeros que compré, los que perdí, los que presté, los que no he leído, los que todavía leeré…
En la pared del escritorio sobre el que tecleo estas líneas cuelga la reproducción de esta tablilla de la foto, conservada en la gran biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Es un aviso de excomunión, firmado por el papa Gregorio XIII en 1572, «para no sacar libros ni otra cosa de esta librería», que ya entonces, antes del culebrón del Códice Calixtino, la literatura era muy volátil y se esfumaba con facilidad.
Sobre la biblioteca del monasterio, y sobre el afán coleccionista del maniático e intransigente Felipe II, hay a su vez cientos de estudios y decenas de leyendas, pero ese es otro cantar que merece capítulos aparte. Lo que nos hemos preguntado hoy, para lo que no creo que tengamos respuesta ni siquiera en el viento -no sé lo que dice Bob Dylan en su nuevo disco…-, es sobre esa dificultad de legar libros, textos que ya solo habitarán en una nube y sobre los que tendremos, según parece, un dudoso derecho de propiedad. Recuerdo ahora aquella frase de Cela, -quien, por cierto, pasó por la Cuesta de Moyano camino de La Alcarria- cuando le preguntaron por la posteridad: «Al día siguiente de mi muerte, el sol seguirá saliendo cada mañana». Hay que hacerse a la idea. Y eso que, en cuestión de herencias, don Camilo nunca pudo imaginar los nubarrones, esos graves enfrentamientos familiares que ha causado su patrimonio. ¿Adónde irán los libros?