Máquinas de escribir

El eterno y desgastado debate sobre periodismo y literatura acaba desembocando con frecuencia en la nostalgia de una máquina de escribir. A veces la añoranza retrocede un poco más y se remonta a la pluma, herramienta romántica que hoy solo usan notarios y registradores de la propiedad. Recuerdo muy bien mi primera y única máquina, una Lettera 32 de Olivetti de color verde, no tan ligera como un MacBook Air, pero casi. Murió de vieja, intoxicada: con varios parches y algunas costuras. Cargaba a sus espaldas con miles de folios y decenas de litros de típpex, sin olvidar algunos kilos de papel carbón. Llevó mala vida.

Esta semana, Mario Vargas Llosa, en un apasionado y emocionante relato sobre sus años juveniles como reportero, evocó en el Círculo de Lectores de Madrid su paso por «La Crónica» de Lima. Fue en los cincuenta y aun hoy recuerda la redacción de aquel diario, la que aparece en la foto, como «una sala llena de humo en la que sonaba el ruido infernal de las teclas». Pasó allí cuatro meses «de vida bohemia» y descubrió un Perú del que no tenía noticia alguna antes de iniciar su primera experiencia como gacetillero. «Gacetillero», hermosa palabra que desgraciadamente tiene mala fama, incluso mala prensa, porque se supone despectiva, lo mismo que plumilla.

Dijo grandes verdades el académico y premio Nobel en su charla de Madrid, precedida de una conferencia de prensa. Me quedo con una de sus frases: «la libertad de prensa es la fuente de las otras libertades». La afirmación fue seguida de una señal de alerta: «Esta libertad [de prensa] se puede destruir por un exceso de frivolidad», riesgo relacionado directamente, indicó el autor de «La casa verde», con la «chismografía».

Mario Vargas Llosa, que participa activamente en las sesiones de la Real Academia Española siempre que está en Madrid, no pudo asistir este jueves a la presentación del manual de Fundéu sobre la escritura en Internet, un excelente trabajo dirigido por Mario Tascón. Quienes acudieron a esta cita pudieron escuchar la interpretación en directo de «La máquina de escribir», archiconocida composición de Leroy Anderson que ha tenido hasta versiones cómicas en el cine: «Lío en el supermercado», con Jerry Lewis.

La vida de muchos escritores ha estado íntimamente ligada a una máquina de escribir. El gran Álvaro Cunqueiro amaba especialmente una vieja Smith Premier con la que rompía el silencio de Mondoñedo en interminables sinfonías literarias. Guardo también en mi memoria un hermoso artículo del periodista asturiano Faustino F. Álvarez, dedicado a la Olivetti que usó durante años en la redacción de «La Nueva España» de Oviedo. Y a Francisco Umbral, a quien vi oficiar en una máquina portátil, instalada en su mesa camilla de Majadahonda. Incluso se retrató con ella para ilustrar la portada de un libro. Otro académico, Javier Marías, sigue fiel a la mecanografía, eléctrica en su caso, y se resiste a los encantos del ordenador.

Inevitablemente, las herramientas condicionan la escritura y la hacen distinta. Escribo a diario textos de distintos formatos: unos con BlackBerry; otros con iPhone o con iPad, otros en computadora, algunos a mano. Las notas sobre la conferencia de Vargas Llosa en el Círculo de Lectores las escribí deliberadamente con pluma estilográfica sobre un pequeño cuaderno y de ahí han pasado ahora aquí, a esta nube.

Las máquinas de escribir, a pesar de que llevaban la @ en sus teclados, han corrido peor suerte que los vinilos, por poner un ejemplo, y deambulan por la era digital como objetos de museo. Ya no dan vida a nuevas páginas, pero su sonido nos seguirá acompañando, aunque solo sea en los clásicos del cine, tan dados a esos planos cortos de cintas y carros, a esos ruidos inquietantes de las teclas: los mismos que nos sobrecogen en «El resplandor». El soniquete de la máquina de escribir era el hilo musical de las redacciones hasta que, como señaló Vargas Llosa en Madrid, se convirtieron en silenciosas farmacias suizas. Los tiempos están cambiando y las tabletas ya no son de chocolate*.
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*Después de escribir esta nota me he encontrado en la Red con esta curiosidad: una chocolatina con GPS. La publicidad y el marketing superan siempre a la ficción.

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