Lectores: extraños en un tren

Fragmento de la cubierta de «El niño descalzo».

Fragmento de la cubierta de «El niño descalzo», de Juan Cruz.

¿Pantalla o papel? Hay razones para defender o preferir cualquiera de los dos formatos y casi todas me parecen aceptables, con ventajas e inconvenientes. A veces he leído una misma obra alternando los dos soportes –hice la prueba con un título propicio y un tanto apocalíptico: Elogio del papel– sin notar diferencias apreciables más allá de las relacionadas con mi limitada capacidad visual, que me condiciona: yo soy yo y mis múltiples gafas. Por eso prefiero leer en la tableta y no en el Kindle: admiro el invento de la tinta electrónica, pero mis ojos no la consiguen leer bien.

Aclaro de antemano que me gustan mucho las bibliotecas, las librerías y los libros: el tacto de las hojas, el olor de las páginas, el diseño de las cubiertas, la solidez de una buena encuadernación, la elegancia de un lomo antiguo. Yo poseo una biblioteca muy modesta, casi mínima, aunque la reparto entre dos casas, una de ellas tan pequeña que solo da para guardar títulos escogidos. La he reconstruido –tuve otras–  tras algunos naufragios domésticos y la cuido y ordeno con mimo. Incluso he convertido algunos estantes, puro fetichismo, en hornacinas que albergan figuras de escritores al lado de sus obras: la de Pessoa, la de Valle. También he montado una sección especial, independiente, la cunqueiroteca, con casi toda la obra de don Álvaro en diferentes ediciones.

EL TIEMPO PERDIDO

A la vez que escribo esto, he de admitir mi admiración por el milagro que supone desear en cualquier momento un determinado título (por los motivos más diversos) y conseguirlo con un sencillo clic, no importa en qué lugar estés ni la hora que sea. Acabo de leer en la pantalla del iPad –con la aplicación de Kindle para Apple– El niño descalzo, de Juan Cruz. Desde una perspectiva sentimental es un libro que pide ser leído en papel, pero el día en que quise comprarlo no disponía de tiempo para ir a la tienda y lo adquirí en Amazon en apenas dos minutos. Lo he leído, de pe a pa y en diferentes lugares, en la tableta. Y he sentido, creo, la misma emoción que si lo hubiera hecho en papel. Lo he podido anotar y subrayar y he ido viendo cómo avanzaba en el paso de las páginas. No sentía las hojas, pero sí el latido profundo de esas sucesivas cartas de Juan Cruz a su nieto Oliver: una larga epístola poética, escrita entre 2013 y 2015, que es la crónica de tres infancias (y de otras vidas y circunstancias) entrecruzadas en el frágil territorio de la memoria. Y de la incertidumbre. Y de la soledad. Tempus fugit.

El niño descalzo, un texto lleno de referencias y devociones literarias (Kipling, Fitzgerald, Machado, Lorca, García Márquez…), es un relato valiente, un lírico descargo de conciencia, precedido de otros que también lo eran: La foto de los suecos y Ojalá octubre. El ejercicio del periodismo, omnipresente, sale a relucir en muchos pasajes y hay un capítulo dedicado expresamente a esta vieja y maltrecha profesión, El oficio, que bien podría ser el embrión de reflexiones más profundas y extensas.

Suele decirse –lo afirma Roberto Casati en Elogio del papel– que la lectura en las tabletas distrae la atención porque estos artilugios, si están conectados a la Red, constituyen una tentación permanente: noticias entrantes, correos salientes, mensajes perturbadores, posibilidad de consultar y desviarse por los meandros. Depende. También uno se puede desconectar del libro convencional si, a la vez que lee, pone la radio o está contestando en la cuenta de whatsapp.

Nada de esto me ha ocurrido durante la lectura de El Niño descalzo.

EXTRAÑOS EN UN TREN

Al llegar al final, he hecho una foto de la portada electrónica del libro (sacada del iPadsobre mi humilde librería, con Pessoa al fondo. Y al disparar, además de retratar mis contradicciones, me he preguntado si Oliver, el principal destinatario del relato, preferirá cuando crezca y sea un lector adulto el papel o lo rosa, que es como se refiere hoy, a sus cuatros años, al dispositivo electrónico de su madre, Eva, por el color de la funda que lo protege.

Sé que los editores manejan datos según los cuales en España las ventas de libros en formato electrónico son irrelevantes frente al papel, a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, por ejemplo. Al margen de las estadísticas, veo muchas mañanas, en el tren y en el metro, la coexistencia pacífica de lectores cargados de tochos interminables y pesados –esos best seller que arrasan, ¡ay!, en los grandes almacenes– con esos otros viajeros que van ensimismados con su libro electrónico. Extraños en un tren.

Al pequeño Oliver, según cuenta su abuelo Juan Cruz, le apasionan los coches y los trenes de juguete. Todavía no ha podido descubrir el misterio de quienes van a bordo, pero para eso tiene toda la vida por delante. Y los libros.

P. S.

En El niño descalzo se habla bastante de Inglaterra. Juan Cruz fue corresponsal de El País en Londres. Vivió allí un tiempo, incluso antes de tener esta ocupación profesional, y ha regresado recientemente con Oliver y su familia, con Pilar y con Eva, según cuenta en varios capítulos. Al terminar estas líneas recordé un título que trata sobre libros en la capital británica, una historia breve y emocionante: 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff. He ido a la estantería y estaba aquí. Pero, si no lo hubiera encontrado y hubiera sentido la urgencia de disfrutarlo de nuevo, he visto que también se puede localizar y descargar en un clic. Tiempos modernos.

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