
Arboleda de la Casita del Príncipe (El Escorial, Madrid).
Árboles desnudos, pura y esquelética rama pelada que clama al cielo sin fe ni esperanza.
Árboles con hojas doradas y otoñales, pendientes del último suspiro, casi sin aliento. Y árboles al margen del tiempo, pinos de hoja perenne que miran por encima a sus congéneres con aire de superioridad y cierta altanería de clase dominante. Siempre verdes.
Tres eran tres. En el jardín más humilde, como este de la Casita del Principe en El Escorial, conviven árboles de toda condición y tamaño, atentos al sol y a la lluvia, a las temperaturas y a las estaciones. Vegetales silenciosos y mutantes, cada uno a su manera.
Cualquier poeta que se precie —no me refiero a mí, claro está, que no hilvano versos y ni siquiera soy escritor de oficio— ha cantado a los árboles y sus derivaciones: hojas, troncos, savia, flores, raíces. Del olmo seco machadiano a la arboleda perdida de Alberti y las verdes ramas de Lorca: la poesía es un bosque animado, en rima permanente.
La poeta chilena Gabriela Mistral fue incluso más lejos y dedicó todo un «Himno al árbol», poema de «Casi escolares» incluido en «Ternura», libro de 1923. Hoy suena algo grandilocuente, pero admitamos que para versificar un árbol —perdón por el chiste fácil— hay que ponerse a su altura y mirarlo de arriba a abajo varias veces:
Árbol hermano, que clavado / por garfios pardos en el suelo, / la clara frente has elevado / en una intensa sed de cielo…
De los árboles caídos y de los que acaban convertidos en leña para el fuego hablaremos otro día, antes de que alguna de estas expresiones sea considerada políticamente incorrecta o cruel con la naturaleza. Antes de que las palabras, las divinas palabras, nos impidan ver el bosque.