Cuando Diego Velázquez dio la vuelta al Museo del Prado

          A propuesta de la revista Museal, publicación digital de la Rede de Museística Provincial de Lugo, he escrito estas notas sobre un agradable recuerdo periodístico de hace treinta años: la exposición dedicada a Velázquez por el Museo del Prado en 1990. Agradezco a Antonio Reigosa, cronista oficial de Mondoñedo, la invitación y también la traducción al gallego de las líneas que siguen.

Cartel anunciador de la exposición de Velázquez. La Venus del espejo está desde 1906 en National Gallery (Londres).

En recuerdo de Piluca Sánchez-Cantón Lenard, que me acogió tantas veces en su Casa de Marza (Oleiros, Pontevedra), llena de vestigios de su tío Javier, director del Museo del Prado entre 1960 y 1968.

He ido decenas de veces al Museo del Prado y, salvo excepciones, guardo en la memoria sensaciones y detalles de cada una de esas visitas. Desde la primera, en el lejano mes de julio del largo y cálido verano de 1975, hasta la más reciente, hace pocos meses. De todos esos momentos, incluidos los numerosos días en que acudía a comer a la cafetería del Prado para luego deambular por sus salas —iba por su cercanía a la Real Academia Española, en donde trabajé ocho años, de 2010 a 2018—; de todos esos momentos, decía, uno de los recuerdos más gratos se remonta al inicio de 1990. Yo era entonces jefe de Cultura en los informativos de Televisión Española y cubrí con dedicación y entusiasmo para los telediarios el acontecimiento artístico del año: la gran exposición dedicada a Velázquez, precedida de un gran éxito, aunque con un formato más reducido, en el Museo Metropolitano de Nueva York.

FENÓMENO DE MASAS

Nunca antes el Museo del Prado, institución curtida en batallas y sobresaltos tan duros como la evacuación parcial de sus fondos durante la guerra civil española, había despertado tal interés periodístico y social a causa de una iniciativa suya. Cierto que el museo era y es actualidad permanente, la primera referencia cultural de España en el mundo, pero la exposición dedicada a Diego Velázquez entre el 23 de enero y el 1 de abril de 1990 (que reunió setenta y nueve obras del pintor sevillano provenientes del propio Prado y de una veintena de museos) desbordó todas las expectativas. Marcó el inicio, al menos en España, de los grandes espectáculos culturales y se convirtió «en un hecho social formidable, un verdadero fenómeno de masas», a juicio del historiador Juan Pablo Fusi. A lo largo de aquellos dos meses, más de quinientas mil personas hicieron largas colas —hasta con esperas de cinco horas— para contemplar unos cuadros que en gran parte —cincuenta y nueve de ellos— estaban colgados en las paredes del Prado desde que el edificio de Juan Villanueva abrió al público en 1819.

Cubierta del catálogo de la exposición. Detalle de La fragua de Vulcano de Velázquez. Museo del Prado.

La venta del catálogo se disparó y, según los datos facilitados por el comisario de la muestra (Alfonso Pérez Sánchez, a la sazón director del Prado), tras una tirada inicial de quince mil ejemplares, hubo que imprimir trescientos mil libros más, todo un récord. El cartel anunciador era una imagen de la Venus del espejo, cedida para la ocasión por la National Gallery de Londres, propietaria del lienzo desde 1906. Aquel enigmático desnudo pintado por Velázquez —no se sabe si en Italia o en Madrid—no era la primera vez que viajaba a España —ya había venido en 1960 para la exposición conmemorativa del tricentenario del artista—, pero en 1990 desató auténticas pasiones.

CON HONORES DE ESTRELLA

El 19 de enero de 1990, a las siete y media en punto de la mañana, yo era uno de los periodistas que esperaba ante las puertas del Prado la llegada del camión que, procedente del aeropuerto de Barajas, transportaba la Venus del espejo. La recibimos con honores de estrella, iluminados por la luna. Un helicóptero de la policía sobrevolaba el Paseo del Prado y los reporteros parecíamos paparazzis a carreras por las galerías somnolientas del museo. Total, para nada: hubo que esperar veinticuatro horas para ver a la señora salir del embalaje, así que no tuvimos foto. La dama, por razones de seguridad, debía de aclimatarse al clima madrileño, según nos explicó el conservador de la National Gallery que la acompañaba, Michael Helston. Aquella locura informativa —de la que fue testigo la paciente jefa de prensa del Museo, la inolvidable Pura Ramos— fue solo el preludio de lo que siguió. La tarde del cierre de la exposición, el 1 de abril, pese a la prolongación de horarios, hubo un conato de motín porque el público quería entrar al museo a toda costa. La Venus volvería al Prado en 2007, pero ya nada fue igual. Es verdad que se organizaron exposiciones, como la del Bosco en 2013, que superaron en visitantes (585.000) a la muestra de Velázquez, pero hay que tener en cuenta que en 1990 el museo cerraba un día a la semana y los horarios eran más reducidos.

MIRADAS PERPLEJAS

El futuro ya será muy distinto. No hace mucho, el actual presidente del Patronato del Museo, Javier Solana hablaba de la influencia de la crisis del coronavirus en la organización de estos grandes eventos artísticos, totalmente descartados a medio plazo, según advertía. Nada será igual que entonces. Al día siguiente de la clausura de la exposición de Velázquez, El País publicaba un editorial concluyente, titulado «Velázquez, arrasador»: «Si inicialmente sorprendió el enorme afán por contemplar una exposición de la que la mayor parte de los cuadros se exhibe permanentemente en el propio museo, la insistencia de todos los medios de comunicación en alabar la muestra parece haber actuado de espoleta en el interés de los ciudadanos. El sentirse partícipe de un hecho históricamente irrepetible, el peculiar y lento ritual de acceso a las salas y, naturalmente, la profunda belleza de lo expuesto, podrían explicar y justificar la superación de todas las dificultades de la masificación. Es también un dato esencial para que la Administración insista en acontecimientos similares y, con la colaboración del Parlamento, agilice la aprobación de la llamada ley del mecenazgo». Una ley, dicho sea de paso, que sigue sin llegar. Curiosamente, la exposición de Velázquez contó con el patrocinio de una entidad financiera ya desaparecida, salvo en la canción de Joaquín Sabina: el Banco Hispano Americano.

El geógrafo o Demoócrito, Museo de Bellas Artes de Ruán (Francia).

Treinta años después, en medio de una pandemia que ha obligado al cierre temporal del Prado, miramos el mundo con más perplejidad y extrañeza que nunca. Y lo señalamos con el dedo, como El geógrafo de Velázquez que apunta, entre sonriente y burlón, al globo terráqueo. Hay distintas interpretaciones sobre el origen del modelo, aparecido en otras pinturas y esbozos de Velázquez con una copa de vino en la mano. El cuadro, procedente del Museo de Bellas Artes de Rouen (Francia), también conocido por el título de Demócrito, formó parte de aquella exposición velazqueña de 1990 en Madrid. Fue la última obra recibida en el Museo del Prado: llegó a la sala casi de milagro, apenas cuatro horas antes de la inauguración de la muestra, cuando estaban a punto de encenderse los focos y formarse las colas. El resto ya lo conocen: estadísticas, asombros, emociones, dudas y miedos, noches y días, en un planeta que gira sin descanso, ajeno en apariencia a nuestras vidas e indiferente a nuestras nostalgias.

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