
Uno no pasea nunca por la misma calle, «excepto los muy pobres», como decía Ángel González en aquel verso irónico, parodia de la repetición del baño en el dichoso río de Heráclito: cuando se remojan los desheredados, incluso las aguas y sus corrientes tienden a la inmovilidad.
En la ruta matinal que hago desde hace medio año, seis kilómetros de caminata en los que apenas me cruzo con otros viandantes, descubro cada mañana imágenes y sonidos que no había visto el día anterior. El itinerario transcurre por un paisaje variopinto: un parque dejado de la mano de Dios, una granja avícola abandonada, colonias de chalés venidos a menos (y a más, depende de los casos), un polideportivo cerrado y silencioso… y un par de colegios públicos con aulas sumidas en vacía y triste soledad hasta hoy.

Hace una semana, las aceras próximas a estos sitios aparecieron ilustradas con estas siluetas verdes de la foto, que indican los caminos de ida y vuelta, con el propósito de que los escolares y sus acompañantes guarden cierto orden y distancia en sus idas y venidas al centro educativo. Era muy temprano cuando pasé hoy por allí y apenas pude atisbar la entrada de algunos docentes afanados en la apertura de puertas y ventanas: hay que airear. En tiempos de mutación también se adaptan (o se adoptan) las antiguas consignas revolucionarias: ventilémonos todos en la lucha final. (No pretendo frivolizar: soy consciente del dolor y el sufrimiento que, en todos los órdenes y en todas las latitudes, ha causado y causa esta pandemia).
Continué la marcha y más adelante ya vi a algunos progenitores con sus vástagos, todos enmascarados, pero con buen ánimo en sus miradas y en sus andares. No les pregunté nada, pero supongo que habrían respondido como los que hablan alborozados en los canutazos de los informativos: «Soñábamos con volver».
Este regreso al cole, a pesar de todas las polémicas y reticencias que lo rodean —muy entendibles y justificadas casi todas—, constituye el mayor reto de normalidad desde el inicio de la pandemia del coronavirus. Tiene sus riesgos, pero si alguien ha de cruzar sin miedo La línea de sombra —una de las últimas novelas de Joseph Conrad, sobre el paso de la juventud a la madurez, lleva ese título— y asomarse al futuro, con toda la ayuda y protección necesarias, son los más pequeños. De estas niñas y niños de hoy, de su éxito o fracaso —que será el nuestro— dependerá el mundo que viene, tan diferente ya al de hace seis meses.
Al final de mi paseo mañanero he reparado en el cartel de una mercería: «Debido al Covid-19 no se hacen cambios ni devoluciones». Como medida higiénica, la advertencia, casi un aforismo, resulta comprensible, pero como mensaje a secas es una paradoja: el virus nos ha obligado a modificar muchas certezas y a asumir con humildad que vendrán otros derrumbes y otros desafíos. Nos guste más o menos, tendremos que seguir con cambios y devoluciones en todos los ámbitos de la vida, a la espera de que lleguen los remedios y de que aprendamos algunas lecciones de esta crisis. La escuela ya está abierta. Y al otro lado de la flecha, y de la negra sombra rosaliana, habrá voces infantiles y consejos de ancianos: amaneceres luminosos y noches estrelladas.
