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Acerca de miguelsomovilla

Periodista.

Ser o no ser periodista

Andanzas de un corresponsal de prensa en la Arriondas de hace medio siglo1

El autor con Fermín el de Bode, legendario ribereño del Sella, en los años setenta del siglo XX.

«Yo soy de un pueblo [Mondoñedo] que ha tenido excelentes corresponsales de prensa en los periódicos regionales».

Álvaro Cunqueiro, Faro de Vigo, 4.11.1961

Miguel Somovilla

El debate sobre el presente y el futuro del periodismo —sacudido y condicionado por una avalancha de cambios tecnológicos, políticos y sociales que ponen en entredicho modelos anteriores incuestionables hasta hace nada— se reabre cada día sin respuestas claras ni concluyentes sobre su porvenir. La pregunta parece inevitable: ¿Adónde vamos?

Hay voces apocalípticas —no es mi caso— que dan por muerto este oficio, cuya misión sigue siendo sustancialmente la misma: narrar, explicar y difundir libremente lo que pasa, lo que nos pasa, con honestidad y criterio profesional, sin miedo a las inevitables presiones e interferencias del poder. La claridad del lenguaje y la belleza del relato, en cualquiera de los formatos elegidos para ejercer el periodismo y sean cuales sean las herramientas usadas —cámaras, teclados, micrófonos, pantalla o papel—, también se dan por supuestas, al igual que la veracidad de lo que se cuenta. Son cualidades que le añaden un estimable valor ético y estético al periodismo, considerado también un género literario con todas las bendiciones académicas.

No meto en este saco —considero que no alcanzan la categoría de periodismo, oficio suficientemente acreditado y reconocido históricamente— a toda esa retahíla de subproductos surgidos con la eclosión de las redes sociales, en donde ofician personajes que se han dado en llamar a sí mismos «creadores de contenidos». Algunos, los menos, son originales e ingeniosos. Otros muchos meten ruido y buscan seguidores, aunque tengan que vender su alma al diablo para lograr likes y mostrarse felices ante su público: ¿Y quién no lo exagera una mijilla?, como canta con talento y gracia, ella sí, María Peláe.

Vídeo oficial de María Peláe

Las fronteras entre unos medios y otros, entre información y espectáculo —buscad y escuchad a Rosa María Calaf—, son borrosas muy a menudo, lo que favorece la proliferación de rumores o —directamente— de mentiras. En los libros de estilo de las redacciones más solventes solía advertirse antaño que un rumor nunca ha de ser noticia. Con más razón aún, las fake news, las falsas noticias, tampoco merecerían mayor consideración, pero circulan por miles, consiguen sus objetivos con gran frecuencia y enrarecen el ambiente.

Dicho lo anterior, anticipo una conclusión personal: hoy se hace, en general, mejor periodismo que antes, pero queda eclipsado por sucedáneos que, amparados en malas prácticas, suben más el volumen y distorsionan la realidad. Eso pasa con el periodismo y con casi todo, desde la música hasta la literatura y el deporte. Lamentable y paradójicamente vivimos en la era de la desinformación y con la sensación permanente de que cualquier noticia es urgente y ha de ser ofrecida con inmediatez2.

SOBRE LOS ORÍGENES

Obviamente, esta revista veraniega y festiva [La Peruyal] no es el sitio idóneo para analizar en profundidad tales desafíos. No obstante, al hilo de un fenómeno que nos afecta a todos más de lo que parece, me atrevo a trazar algunas pinceladas sobre cómo era el periodismo local hace cincuenta años, en la época de las linotipias, los télex, las máquinas de escribir y los papeles de calco; en el tiempo gris en que, «feliz e indocumentado» como se sintió Gabriel García Márquez en su etapa caraqueña, velé mis primeras armas como humilde gacetillero.

Suele recordar mi amiga y compañera Anna Bosch, brillante y multipremiada periodista catalana de larga y exitosa carrera en RTVE, que cuando se incorporó a la sección de Cultura de los Informativos de TVE en Torrespaña, que yo dirigía allá por mayo de 1990, la recibí en la redacción del Pirulí con los versos de una canción de Raimon: «Qui perd els orígens, perd identitat». He procurado no olvidar nunca ese principio y, siempre que ha venido a cuento, me he presentado como hace el don Pablos de El Buscón cuando arranca la relación de sus andanzas: «Yo, señora, soy de Segovia». En mi caso, de Arriondas, claro está. Parte de mi existencia, como la de cualquiera, ha estado marcada por venir al mundo en la capital de Parres el 21 de noviembre de 1956 y por permanecer ininterrumpidamente en esta tierra hasta 1975, año en que me trasladé a Madrid para estudiar Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información.

El río Sella visto desde el Café Español de Arriondas. La imagen es obra del artista local Gil Fondón, quien la pintó en 1948, a sus diecisiete años.

Todo empezó entre las nieblas y las aguas del Sella. Mis inicios en la romántica y muy noble labor de informar, a la que he dedicado medio siglo de vida, se remontan a 1973. Fue en torno a ese año —yo tenía entonces dieciséis— cuando comencé a ocuparme de las corresponsalías de La Nueva España y Radio Nacional en Arriondas, tras unos escarceos previos en La Voz de Asturias con el seudónimo Mike.

Carta de Faustino F. Álvarez al autor de estas notas, fechada en Oviedo en 1973.

Estuve al pie del cañón —nunca mejor dicho— hasta 1975, fecha en que, como señalaba unas líneas más arriba, me fui a Madrid a estudiar periodismo en la recién inaugurada Facultad de Ciencias de la Información, por la que pasé con más pena que gloria, pese a terminar los cinco cursos en el plazo reglamentario.

            De aquel periodo parragués de aprendizaje autodidacta, tan lejano ya, casi podría escribir unas memorias si eso no sonara —y fuera— pretencioso. Entre esos recuerdos de entonces estarían las primeras crónicas municipales con cándidas críticas al ayuntamiento, los espectaculares partes salmoneros, los terribles accidentes de tráfico, las populares ferias y fiestas… Tampoco faltarían la polémica planta de trituración de piedra en Castañera, el mal estado de las carreteras locales, las zozobras del nuevo instituto de enseñanza media, el renovado Arenas del Sella —con Ángel Sánchez de míster— y, muy especialmente, las piraguas y el Descenso del Sella antes del actual boom de las canoas turísticas. Estos y otros aconteceres internos del concejo y de la villa eran los asuntos noticiables más frecuentes, nuestra versión parraguesa de los «tiempos y cosas» del maestro Azorín.

Detrás de cada historia, cómo no, estaban —y están— las personas, muchos nombres propios de grato recuerdo y gran protagonismo e influencia en la sociedad parraguesa de la época: Venancio Prado González, Jesús González Llenín, Emilio y Máximo Llamedo Olivera, los hermanos Juan y Falo Cueto Cofiño, Ricardo Alonso Jardón, Syra Sariego Agadía, Celina Canteli Alonso, María Julia [Miyares] Fernández Capellán, Manuel García Agateón, Pilar Costales Llano, Emilio Pando Bustillo, Fermín Villar González (Fermín el de Bode), los cuatro fundadores de La Peruyal… y toda la saga de los Peruyero, Llamedo y Fondón, entre otros. Quedan demasiados en el tintero —los hijos de Fermín, sin ir más lejos, o Vicente Somoano, a cuya librería iba yo muy ufano a comprar Le Monde—, así que pido disculpas por las ausencias, pero la lista sería interminable. Omito detallar las ocupaciones y actividades de los mentados —y dedico este artículo a los ya fallecidos, demasiados por desgracia— porque los de mi generación los conocen de sobra y los más jóvenes pueden preguntar a sus mayores o localizarlos en cualquier buscador de la Red. La falta de mujeres en papeles y puestos relevantes, salvo en el ámbito de la enseñanza, era escandalosa —por eso cito a tan pocas— y refleja la desigualdad imperante en la época, felizmente mejorada hoy, aunque quede mucho camino aún por recorrer.

PRIMER MANUAL DE PERIODISMO

            Mi primer manual de periodismo lo compré en otra librería parraguesa, la de Antón Otero: Los reporteros, obra de Michel Leblanc y Christian Brincourt editada por Noguer en Barcelona en 1972.

Mi primer manual de periodismo, comprado en la Librería Otero de Arriondas en 1972.

En aquel volumen, que he recuperado aquí para la ocasión, se relatan una serie de experiencias protagonizadas por curtidos enviados especiales, quienes revelaban sus argucias para salir airosos de las situaciones más conflictivas, especialmente en las guerras. También recuerdo algún consejo para grabar las entrevistas sin que se notara demasiado la presencia intimidante del micrófono. Yo apliqué la recomendación al pie de la letra con Syra Sariego, entonces presidenta de la muy activa Asociación de Amas de Casa de Arriondas. Fui a hacerle unas preguntas a su domicilio y llevaba conmigo un precario magnetófono de casete envuelto en papel de periódico y metido en una bolsa. El desastre no pudo ser mayor porque el aparato de marras empezó a hacer un ruido descontrolado y parecía que llevaba un gato salvaje en la mochila. Aquel ridículo me sirvió para aprender: al entrevistado, al margen de registrarle la voz si nos da su consentimiento, hay que escucharlo. La capacidad de atender (y entender) las respuestas, y de repreguntar si no contesta a los interrogantes planteados, forma parte del abecé de este negocio —de la vida en general— y se nos olvida más de la cuenta.

            Aparte de este chasco, el libro de Leblanc y Brincourt no me animó especialmente a ser futuro testigo en los conflictos bélicos, de esas guerras que, hoy como ayer, jalonan el mapamundi y «sacan lo peor y lo mejor del ser humano», como suele repetir Arturo Pérez-Reverte, presente en varias de ellas cuando era reportero. No me atrajo la guerra ni en aquel momento ni después, y eso que por estos pagos teníamos un ejemplo muy cercano y brillante de esa faceta periodística: José Manuel Diego Carcedo —oriundo de Sobrecueva, Abamia, en Cangas de Onís—, quien había dado sus primeros pasos cuando escribía para La Nueva España desde el oriente de Asturias, pero que en los setenta era ya un consumado corresponsal de guerra, tanto en la agencia Pyresa, primero, como en Televisión Española más tarde.

Aquellos reportajes de Carcedo, junto con los de Miguel de la Quadra-Salcedo, Manu Leguineche, Jesús González Green y Carmen Sarmiento, entre otros, llenaron las facultades de periodismo de aspirantes a enviados especiales. Algo parecido sucedió después con Arturo Pérez-Reverte —de cuyo aprecio personal y profesional me honro—, en su etapa estelar del Telediario, antes de ser un superventas como novelista.

            La realidad de este oficio es más dura de lo que parece en todos los frentes laborales. Como escribió en 1963 Manuel Vázquez Montalbán, en su archicitado y reeditado Informe sobre la información, en este oficio tan peculiar «hay periodistas que saltan en paracaídas sobre Laos» mientras «otros se levantan cada mañana a las ocho menos cuarto, toman un café largo» y «suben a la redacción, se sientan a la mesa cotidiana, desenfundan tijeras cotidianas, cortan, pegan, corrigen, cambian titulares, hablan de fútbol» y «envejecen con la mesa» hasta que les toca la hoja roja en el librito de papel para liar tabaco, como al atribulado Eloy de Miguel Delibes. No son mejores ni peores unos que otros. Los conocí buenos y malos, cínicos y decentes, en todas sus variantes.

EL CAÑÓN, POR LOS AIRES

A lo que iba: las hazañas bélicas solo me gustaban en los tebeos de la editorial Novaro, que yo leía en La Fortuna, la tienda de mis padres, situada en la plaza del ayuntamiento. En la Arriondas de esos años, lo más parecido a la guerra que viví —perdón por la comparanza— fue la explosión accidental del cañón de la plaza, usado entonces para animar determinados festejos como el Carmen y Nochevieja, además de dar la salida del Descenso del Sella en agosto, que era su cometido primordial. Había llegado a la villa en 1968, procedente del Rastro madrileño por iniciativa y donación de Juan Antonio Samaranch y la Federación Española de Piragüismo. El cañón, un vetusto tubo del siglo XVIII manejado con entusiasmo y pericia por el gran Ramón Llamedo, el Roque, no aguantó tanto trajín y saltó por los aires el 18 julio de 1974 para celebrar el Carmen y nada más que el Carmen, aunque la fecha coincidiera casualmente con otra fatídica efeméride bélica. El reventón causó unos cuantos destrozos materiales —un gran boquete en la casa de Tere y Manolo Pelayo, además de desperfectos en dos coches—, pero no produjo daños personales, por fortuna.

La Nueva España, 11 de diciembre de 1974.

Aquella noche estaba de guardia en la redacción de La Nueva España Faustino F. Álvarez —uno de mis más queridos mentores y maestros—, a quien llamé muy conmocionado desde el teléfono de La Fortuna, la ya citada tienda de mis padres. La noticia salió en un recuadro de primera página a la mañana siguiente y luego, un día después, ya mandé la crónica y las fotos con todo lujo de detalles sobre lo ocurrido. El cañón se reparó provisionalmente con posterioridad y volvió a su emplazamiento de la plaza el 10 de diciembre de 1974, como conté en su momento y se puede comprobar en las hemerotecas. Si sucediera ahora algo así, imaginen el aluvión de vídeos y comentarios en las redes. Hoy, el periódico tal vez sería el último en contarlo. Nada es igual que antes. El cañón, por cierto, tras años inactivo volvió a dar la salida a las piraguas tras su restauración completa y definitiva en 2017, a cargo de especialistas de Hunosa.

A quien no pude fotografiar fue al general Franco, a la sazón autotitulado Caudillo de España, quien venía, con falso aspecto de anciano venerable y pescador imbatible, a capturar salmones al Sella todas las temporadas. Si la cabeza no me falla, fuimos al alimón Juan Cueto Solares, Juan Luis Peruyero Toyos (Pichi) y yo hasta el pozo en que el susodicho practicaba su afición aquella tarde. Lo vimos a la salida, a dos palmos, pero cuando yo iba a disparar la cámara un policía de paisano me dijo que no se podían hacer imágenes del dictador, al que el guardia llamó generalísimo, naturalmente. Según me recuerda ahora Juan Cueto, dos ancianas del lugar le lanzaron dos tímidos vítores, a los que el general respondió con un saludo frío y protocolario.

Yo tardé aún algún tiempo en entender el alcance de la tragedia desencadenada un 18 de julio por aquel señor de semblante apacible, aunque firmante de sentencias de muerte hasta el final de sus días. Más lento en su actualización fue el Diccionario de la lengua española, que necesitó lustros para definir con precisión el franquismo, descrito por fin en su última edición (2014) con meridiana claridad: «Dictadura impuesta en España por el general Franco a partir de la guerra civil de 1936-1939 y mantenida hasta su muerte, en 1975». Me consta que fue Mario Vargas Llosa uno de los académicos más empeñados en no andar con medias tintas ni eufemismos en este espinoso tema.

La Olivetti Lettera 32, una máquina portátil muy popular en los años setenta.

            Todas estas historias las iba hilvanando yo en una Olivetti Lettera 32 de color verde, una máquina de escribir muy ligera que me acompañó después muchos años, hasta la llegada de los primeros ordenadores. Decía al inicio de estas líneas que la revolución digital ha transformado muchas actividades, el periodismo entre ellas, pero la mayor parte de los cambios, a pesar de ciertos riesgos, han sido una bendición. La única forma que tenía entonces un cronista local de enviar sus informaciones era por correo ordinario, por teléfono —si eran noticias muy urgentes— o a través de los revisores del tren o los conductores de autobuses, si les convencías con una propina de que te dejaran el sobre con los folios y las fotos en la cantina de la estación de Oviedo. Frente a eso, las herramientas digitales y electrónicas son un lujo.

JESÚS LAGARÓN, MAESTRO

            En algunas de aquellas experiencias me acompañó un profesor y amigo del que guardo muy afectuosa memoria: Jesús Lagarón Deben, a quien animé para que se hiciera corresponsal de La Voz de Asturias, labor que ejerció durante algún tiempo. A Jesús, que era muy inteligente y gran matemático, le debo un elogio más extenso, que espero cumplir en una próxima ocasión porque su magisterio entre los de mi quinta fue muy importante. Algunas de las personas de mi generación —Juan Cueto Solares, Ramón Ordiales Vega, Bernardo Peruyero Casalta, Víctor García Somoano, Fernando Alba de la Vega, Juan Luis Peruyero Toyos…— fueron acompañantes y cómplices de algunas de mis aventuras y desventuras reporteriles. Recuerdo que fue en la casa de Jesús Lagarón —en la que él y su mujer, América, daban clases particulares a una legión de bachilleres en ciernes—, en donde me entregó una tarde Óscar Pello Pardo, que iba algún curso por delante que nosotros, el programa de estudios de la Facultad de Ciencias de la Información, enviado por algún pariente suyo desde Madrid. Yo tenía muy claro que quería ser periodista y me empeñé en conseguir entrar en el curso 1975-76, que coincidió precisamente con la muerte de Franco.

            Lo que sucedió después, tanto mi paso por RTVE como por la RAE, ya se escapa de las intenciones de estas notas y, además, ya lo ha contado en esta revista nuestro cronista municipal, Fran Rozada, en la amable entrevista que me hizo hace unos años. En @miguelsomovilla, mi perfil de usuario de X (antes Twitter) que obliga a la brevedad, resumo así mi situación actual, al margen del camino andado: «Periodista en la reserva. Asturianu de nacimientu. Galego de adopción. Madrileño residente (y resistente) desde hace casi medio siglo: Yo me bajo en Atocha….».

            En cuanto a la disyuntiva hamletiana planteada en el titular de este artículo, ser o no ser periodista, mi respuesta solo puede ser afirmativa: volvería a hacerlo, pero mejor. Admito que este oficio se ha transformado por completo desde que empecé a dar los primeros pasos. Muchas veces, los nuevos medios se han convertido —la sombra de McLuhan es alargada— en el mensaje y lo han sustituido hasta desvirtuar por completo el contenido. Sin embargo, la esencia de la profesión continúa inalterada, más allá de los formatos y de los canales. Luis Fernández, mi antiguo presidente en RTVE y siempre amigo —ahora al frente de NBCUniversal Telemundo en Miami—, tiene una recomendación cuando uno no sabe salir del atolladero o de las presiones a la hora de dar una noticia: «Ante la duda, haz periodismo».

SIN NOSTALGIA, CON MEMORIA

Aunque tentador, sería erróneo pensar que los años idos fueron mejores que los actuales. Creo que no. Esta prevención contra la nostalgia ya la formuló fray Benito Jerónimo Feijoo en «Senectud moral del género humano» (Teatro crítico universal, tomo II, discurso séptimo, 1728).  Con evidente escepticismo y algo de exageración, el padre Feijoo se preguntaba entonces por cuáles habían sido, a lo largo de la historia de la humanidad, esos antiguos y esplendorosos «siglos envidiados», en contraposición con el suyo, el XVIII, tan pródigo en ilustración y raciocinio. Para el polígrafo benedictino, de origen gallego pero afincado en Oviedo hasta su muerte, esa gloria pretérita no era tal, pero permanecía «en la imaginación de los hombres. No hubo tiempo donde no se hablase mal del presente, y bien del pasado», aseguraba.

Es verdad que hoy parece que el mundo se tambalea, pero ya vemos que no resulta nuevo. Hay mil ejemplos. Tantos o más temores que los suscitados ahora por la inteligencia artificial, que nos tiene en vilo, los sintieron en el siglo XVI quienes experimentaron la irrupción de la imprenta o los que vivieron la revolución industrial dos centurias más tarde. Al final, lo nuevo coexiste con lo clásico y todo se complementa: se extinguen unos oficios y se crean otros. Yo no he usado Chat GPT para escribir estas líneas, pero sí he cotejado datos a través de muchas fuentes accesibles en Internet. Las he escrito en un Mac muy baqueteado, mi Olivetti de hoy, pero he tomado apuntes con una de las cinco estilográficas que tengo, unas Montblanc herederas de aquella Parker que me regalaron, con apenas cinco o seis años recién cumplidos, en la casa de Diego Carcedo, vecino de Arriondas en esa época. Colecciono y atesoro primeras ediciones de libros impresos y también leo obras en Kindle. Lo importante, y lo difícil, es esquivar la nostalgia sin perder la capacidad de asombro ni la memoria, esa «memoria de la melancolía» que María Teresa León cultivó —«me asusta pensar que invento y no fue así»— hasta quedar sumida ella misma en las tinieblas del olvido. Mientras tengamos ese privilegio, capacidad para pensar y recordar, hay esperanza, la clave de la vida.

LECTORES DE PERIÓDICOS

En la década de los setenta del pasado siglo, en ese tiempo recobrado muy fragmentariamente aquí, Fernando Llano Blanco (Fernandín el carniceru) iba muy temprano cada mañana a leer con avidez los periódicos del día en la Confitería Campoamor, en donde mantenía una tertulia. Confieso que a mí su fidelidad con la cita periodística matinal me parecía algo entrañable y digno de admiración. Los lectores de barra de café como Fernando eran y son la razón de ser de los plumillas, mi querido y vapuleado gremio. Ahora, en 2024, apenas me despierto al alba, yo ojeo en el iPhone la edición digital de La Nueva España para ver si Julia Quince o José María Carbajal cuentan algo de Arriondas en las páginas dedicadas al oriente astur. O escucho las desconexiones tempraneras de Ángel Fabián en la Cadena SER mientras miro El 21, donde Xuan Cueto, Tamara Llamedo y Gloria Pumarada cuentan historias cercanas, aunque yo esté lejos.

La historia, pese a lo que se diga a veces, no se repite, pero sí continúa y renace cada día, aunque cambien los actores. Lamentablemente, yo no tengo a mano, como Fernando Llano y sus coetáneos de entonces en el Campoamor, unos triongos ni unos pastelillos de salmón para acompañar el café o el zumo. Mi magdalena de Proust se ha convertido en un suave aroma literario, en un vaporoso olor a papel y tinta de periódico, perdido en el aire y en el tiempo.

  1. Este artículo, destinado a su publicación en la revista La Peruyal de Arriondas / Les Arriondes (Asturias), apareció impreso en julio de 2024. Lo traslado aquí tal como salió entonces, con algunas mínimas actualizaciones y varios enlaces relacionados con los temas mencionados a lo largo del texto. Es fácil deducir que se trata de unas notas locales, con alusiones a personas y situaciones que sonarán muy remotas a quienes no conozcan los lugares mencionados ni hayan vivido la época evocada en estas líneas.
    Las imágenes son del autor de esta crónica, salvo que se mencione expresamente otra procedencia. ↩︎
  2. Ya en 1961, Álvaro Cunqueiro, que tenía cierta aversión a las prisas generadas por la «actualidad», advertía a su modo de estos riesgos: «La abundancia e instantaneidad de las noticias en nuestro tiempo —la instantaneidad es demoníaca; el demonio no es ubicuo, que es instantáneo— es una de las causas mayores de la confusión ambiente, y elevan la emoción a grados intolerables». Faro de Vigo, «Los corresponsales», 4.11.1961. ↩︎

De sidras por el mundo

La sidra asturiana ya puede presumir con fundamento de ser mundial por obra y gracia de la UNESCO. En el Principado, con todos sus tópicos y grandonismos a cuestas, se usa con generosidad este adjetivo —mundial—, destinado a alguien o a algo que nos cae en gracia y resulta especialmente digno de elogio y reconocimiento por sus virtudes. En distintos diccionarios de asturiano aparece reflejada esta sutil acepción del término mundial, que tiene también connotaciones afectivas, irónicas y hasta humorísticas, según los casos.

Botellas de sidra expuestas hoy en los estantes de un supermercado madrileño del barrio de Salamanca.

Mundial, nada menos. La sidra ya gozaba desde tiempo inmemorial de este título propio, familiar y entrañable a la vez, pero desde hoy, la UNESCO certifica oficialmente esa condición hasta ahora casera. Tras más de una década de esperas y solicitudes, la sidra ya ye mundial, según proclaman en sus titulares los medios de comunicación que apoyaron con entusiasmo la propuesta institucional auspiciada por España ante la UNESCO. Una candidatura muy bien arropada desde Asturias y finalmente ganadora en la reunión plenaria celebrada este miércoles por la UNESCO en Asunción, la capital de Paraguay. Junto a la sidra, otros dieciséis aspirantes a esta distinción lograron también sumarse en la misma sesión a la curiosa y extensa lista de bienes culturales considerados patrimonio inmaterial de la Humanidad.

El discurso en asturiano de la consejera de Cultura del Principado, Vanessa Gutiérrez, resultó especialmente emotivo, al igual que la intervención de Nancy Ovelar Gorostiaga, embajadora de Paraguay en la UNESCO, quien cantó desde la mesa presidencial los primeros versos del Asturias de Pedro Garfia y Víctor Manuel.

La proclamación de la candidatura asturiana puede verse a partir del 2:09:47

No hay erudito asturiano que se precie que no haya escrito en torno a la cultura de la sidra y su significado. La bibliografía es muy abundante en todos los géneros, desde el libro Sidra y manzana de Asturias, de José Antonio Fidalgo, hasta los Sonetos de la sidra, escritos por Mauro Muñiz e ilustrados por Florentino de Caso, por citar solo un par de ejemplos elegidos casi al azar.

Este verano incorporé a la incipiente biblioteca de temas asturianos que estoy reuniendo en mi casa de Les Arriondes un ejemplar de esta última obra, la de Mauro Muñiz, publicada en 1998 por el Ateneo Jovellanos de Gijón, con prólogo de Pedro de Silva.

El concejo de Parres, como casi todos los del Principado, tiene una gran tradición sidrera, con lagares legendarios como Casa Basilio, cuyos orígenes se remontan a 1890. En Arriondas* abundan también las sidrerías de renombre, desde El Mirador hasta El Submarino, dos establecimientos clásicos de la villa a los que se han sumado otros muchos en los últimos años. De las cuatro estrellas Michelin que hay en Parres —Casa Marcial y El Corral del Indianu—hablaremos otro día. Palabras mayores.

La sidra asturiana, en sus distintas modalidades y formatos, comparte espacio con cavas y otros espumosos.

Esta santificación civil de la sidra por parte de la UNESCO va a contribuir sin duda a popularizar aún más la bebida asturiana por excelencia, elaborada ya desde épocas prerromanas según algunos historiadores. Iba a decir que la distinción favorecerá además que la sidra traspase fronteras, pero esos límites hace ya tiempo que los ha superado.

Gestos como el que hacía el futbolista David Villa, que celebraba sus goles simulando la figura de un escanciador de sidra con sus brazos, dieron la vuelta al mundo antes del visto bueno de la UNESCO. El Guaje llegó primero.


David Villa celebra uno de sus goles con la selección española. Imita el gesto de un escanciador de sidra. Foto e información procedentes de EFE y La Nueva España.
La sidra traspasa fronteras

En la mañana de hoy, cuando ya parecía cantado el triunfo mundial de la sidra confirmado por la tarde, me acerqué al Mercadona que tengo al lado de casa, en la calle Príncipe de Vergara del barrio de Salamanca de Madrid. Ya sé que no es un destino muy representativo, pero es el que me quedaba más a mano. Allí, entre ofertas de turrones y langostinos, la sidra, en todas sus variantes y formatos —incluso sin alcohol—, comparte estantes con cavas y espumosos sin ningún complejo. Cierto que no sabe igual tomada aquí, en los Madriles, que en su lugar de origen, dirán algunos, pero ese es otro cantar, como el de las coplas de Carrascal*.

Dado que sería de una pretenciosidad imperdonable que yo escribiera de la sidra algo más que estas notas sentimentales de urgencia, recomiendo a todos los interesados en la cuestión que visiten la web oficial de su Consejo Regulador, en donde encontrarán información detallada y precisa. Entre otras curiosidades descubrirán las numerosas variedades de manzana admitidas para elaborar sidra asturiana con denominación de origen, nada menos que setenta y seis.

Los oriundos de Asturias no necesitan consejos, pero quienes viajen desde fuera a cualquiera de los setenta y ocho municipios del Principado, ya saben que es obligado ir de sidras y dejarse llevar por el ritual. Recuerden que se trata de una bebida para tomar en compañía, bien escanciada, y que cuenta incluso con vocabulario propio, fruto de siglos de tradición.

Distintas variedades de manzanas sidreras. Fuente: Sidraturismo de Asturias.

¡Ah!, y no se olviden de visitar el Museo de la Sidra, en Nava, destino obligado para quienes deseen conocer y disfrutar de la cultura sidrera con conocimiento de causa.

*Recuerdo de mi niñez y adolescencia parraguesas las inefables coplas o serenatas de Carrascal, canciones machistas y zafias que supongo y deseo caídas en el olvido. En una adaptación local de aquellos cantares de excursión en autocar, que hoy me producen sonrojo cundo mencionan en sus letras a las mujeres, ya había alusiones a la universalidad de la sidra: «Dicen que los de Arriondas no estamos en el mapa / Pero bebiendo sidra nos conoce hasta el Papa». También era frecuente ver en los coches de la época una pegatina en la misma línea argumental: «Con fabes y sidrina non fai falta gasolina». La verdad es que en cuanto a eslóganes hemos mejorado bastante desde entonces.

Por aquí pasa un río*

En memoria de Carmina la de Antonina (1912-2009), gran lectora, amante de los libros y fiel usuaria de la biblioteca de Arriondas (Parres, Asturias).

Carmen González Sánchez, Carmina la de Antonina, con su hijo Juan Sánchez, padre de Antonieta, de la Ferretería Falo de Arriondas.
 

Fundar bibliotecas equivalía a construir graneros públicos, amasar reservas para un invierno del espíritu que, a juzgar por ciertas señales y a mi pesar, veo venir.

 Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, 1951

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Creo que fue en el viejo instituto de Arriondas, hace ya más de medio siglo, en donde escuché por primera vez la vieja sentencia de Heráclito, tan usada para rotos y descosidos filosóficos: nadie se baña dos veces en el mismo río, «excepto los muy pobres», como ironizaba Ángel González en unas glosas inolvidables.

A ORILLAS DEL SELLA

Aquellas aulas de bachillerato, inauguradas tras larga espera vecinal y estudiantil en el otoño de 1968, estaban a la vera del Sella, entonces mucho más abundante en salmones que ahora. El río, más allá de la Fiesta de las Piraguas y su descenso internacional en agosto, era aún ajeno al auge turístico de las canoas y desconocía esas coloridas embarcaciones que surcan a diario su cauce con cientos de felices palistas a bordo.

Hoy, mientras tecleo el inicio de estas líneas en la pantalla del teléfono, veo el Piloña desde una ventana del Hospital del Oriente de Asturias. El afluente del Sella discurre con silenciosa lentitud y, cuando lo contemplo, recito mentalmente otros versos de Ángel González —Por aquí pasa un río—, uno de mis poetas de cabecera: «Si vas deprisa, el río se apresura. / Si vas despacio, el agua se remansa».

Puede ocurrir así, que el río se acomode imaginariamente al ritmo de nuestros pasos, pero a veces las aguas son menos poéticas y se desbordan sin piedad, como sucedió en junio de 2010. Las ambiciosas obras de contención, destinadas a evitar desastres como aquel, son visibles desde hace un tiempo para los paseantes y para los remeros. Incluso dan pie a épicos titulares de prensa: «Arriondas levanta sus defensas contra las riadas», leo en El Comercio del 19 de mayo de 2023. Buenas noticias, impulsadas por ríos de fresca tinta periodística y amparadas por presupuestos generosos —diecisiete millones de euros, según el rotativo gijonés— contra las temibles crecidas. Bienvenida sea la previsión de riesgos, aunque llegue algo tarde.

El río Sella a su paso por Arriondas.

En los ríos, como en la vida, hay que adaptarse a las circunstancias y seguir la corriente o navegar contra ella, depende de los momentos. Hace unos días, a finales de mayo, además de deambular como acompañante de mi madre —Ana María Somovilla López, Mari la de La Fortuna— por los pasillos del hospital, volví por unos instantes al pasado, un territorio que ha de observarse siempre con cautela. En ese viaje por el pretérito imperfecto visité fugazmente la biblioteca de Arriondas, que llevaba en mi lejana infancia el nombre del maestro Cipriano Rodríguez La Villa. El rótulo con esa enigmática denominación —porque no sabíamos quién había sido aquel antiguo profesor al que se rendía homenaje— sobresalía en una esquina del edificio, la que daba a la plaza: «Biblioteca municipal Cipriano R. La Villa» rezaba, en dos líneas, la escueta inscripción. El cartel lucía anclado casi a la misma altura que la actual placa anunciadora de la calle Lilián de Celis. La célebre cupletista, originaria de Fíos, vive ahora —casi nonagenaria— en los aledaños de Ribadesella y todavía se sube a los escenarios. El 21 de mayo de 2023 actuó en Infiesto durante la reapertura de La Benéfica, apadrinada por Rodrigo Cuevas, mi primo Nacho Somovilla y su compañero Sergi Martí. Lilián aún entona con picardía La chica del 17 («de la plazuela de Tribulete») y evoca con nostalgia Las tardes del Ritz.

Recital de Rodrigo Cuevas y Lilián de Celis en la cátedra Leonardo Cohen de la Universidad de Oviedo.

Más recientemente, en junio de 2024, Lilián de Celis se sumó a las más de dos mil personas que firmaron a favor de la candidatura de La Peruyal al Premio Pueblo Ejemplar de Asturias, galardón que concede cada año la Fundación Princesa de Asturias.

LA SOMBRA DE GALDÓS

Algunas primeras ediciones de las obras de Benito Pérez Galdós, entre ellas El amigo Manso, procedentes de mi biblioteca particular.

La de Arriondas fue la primera biblioteca que pisé en mi vida. No recuerdo el año concreto de aquel bautismo libresco, pero tuvo que ser en los inicios de la década de los sesenta, mediado el siglo XX. La sala de lectura estaba ubicada en un lateral de la escuela pública de Arriondas, hoy sede de la Casa de Cultura Benito Pérez Galdós. La de don Benito —se me van acumulando los nombres propios— es otra historia. Ya saben ustedes que la vinculación con Parres del autor de El amigo Manso, obra de 1882 en la que se menciona expresamente nuestra villa, procede de la relación sentimental del escritor canario con Lorenza Cobián, natural de Bodes (Parres) y madre de su única hija, María Pérez Galdós Cobián, nacida en 1891. Lorenza, su madre, afectada por una enfermedad mental, se suicidó Madrid en 1906.

Lorenza Cobián (1851-1906), natural de Bodes (Parres), madre de María, la única hija de Benito Pérez Galdós. Retrato de José María Fenollera, hacia 1890. Exposición conmemorativa del centenario de Galdós en la BNE, 2020.

En la correspondencia mantenida entre Galdós y su descendiente, hay frecuentes alusiones a la mala ortografía de la chica, como en esta fechada el 19 de agosto de 1908, tras una visita de la joven María al lugar de Covadonga. Dice el padre en su misiva:

«Es un sitio muy bonito y muy interesante. La gruta es preciosa, el sepulcro de Pelayo y de D. Alfonso I también tienen que ver. Pero, por Dios, hija de mi alma, no escribas Pelallo, sino Pelayo, ni pongas llo, por yo, no sé en qué pensaba tu maestra, que no os enseñó cosa tan fácil de aprender». 

María se casó en 1910 con Juan Verde y su familia mantuvo los lazos con Bodes y conservó la finca El Gallán.

Tarjeta de Lorenza Cobián a su hija María. Exposición conmemorativa del centenario de Galdós en la BNE, 2020.

Todas las bibliotecas, y he tenido la suerte de conocer algunas muy notables a lo largo de mi existencia, desprenden un aroma especial, fruto del olor que emanan las hojas de los libros y las estanterías de madera. En la de Arriondas, inaugurada en junio de 1956, también flotaba ese agradable perfume de papel. Reinaba un silencio relativo, el que buenamente permitíamos los escolares que íbamos allí por la tarde a hojear los tebeos. En mi memoria solo conservo imágenes de Pumby, cómic protagonizado por un gato con ese apodo. Alguna vez eché un vistazo a las baldas, ocupadas por tomos que a mí me parecían sagrados y distantes, tan ajenos, que solo me infundían respeto y lejanía. Miraba los lomos, ojeaba los títulos con curiosidad gatuna y poco más. Tampoco los pedía prestados para leerlos en casa.

Yo no he sido precoz en casi nada, tampoco en la pasión literaria, que no se despertó, y solo a medias, hasta mi llegada al instituto, ya con once años. La colección de RTVE y Salvat, adquirida en la librería de Antonín Otero tomo a tomo, cumplió asimismo una función importante en mi oficio de lector. He sido de vocación tardía en casi todo, salvo en el ejercicio de observar y percibir detalles mínimos y tal vez insignificantes de la vida cotidiana: el sonido del tren, el rumor del río, la acidez de la manzana, el olor de la hierba seca. Siempre me fascinó la «contemplación de las pequeñas cosas», tan bien cantadas por Joan Manuel Serrat, y ahí nació en parte mi inclinación por el periodismo.

CARMINA, LECTORA EJEMPLAR

Por aquella biblioteca de Arriondas, regentada por la siempre discreta y elegante María Dulce Junco, pasaban personas muy dispares, pero hoy quiero recuperar la figura de Carmen González Sánchez, Carmina la de Antonina, a quien tuve la suerte de conocer de niño.

Dulce Junco fue bibliotecaria en los inicios de los años sesenta. También trabajó en la centralita de Teléfonos y en el cine Peñasanta.

Carmina, junto con su madre Antonina, hacía pan y repostería en su casa de la calle San Antonio, muy cerca de la capilla del mismo nombre. Parte de esos bollos y dulces terminaban en las romerías de los alrededores de Arriondas, a donde acudían ambas para vender sus productos artesanos y sobrevivir en tiempos muy difíciles. Carmina, que me contaba alguna de sus penurias de posguerra, también hacía tareas domésticas para algunas familias de la villa y así sacó adelante a su hijo Juan, el de la Ferretería Falo, uno de los grandes artífices de las fiestas de La Peruyal, a cuya organización se entregaba, doy fe, en cuerpo y alma.

Nacida en 1912 y fallecida en 2009, Carmina fue la primera gran lectora que yo conocí. Iba devota y puntualmente cada semana a retirar sus libros y sería una delicia conocer, si se conservaran las fichas de entonces —lamentablemente destruidas—, sus gustos literarios y los de otros usuarios de la biblioteca en aquella época. Un día, no sé a propósito de qué lectura, Carmina me preguntó si yo sabía lo que era un «decano» y solo pude salir del paso mediante la consulta al diccionario, herramienta que yo empezaba a descubrir.

Biblioteca municipal de Arriondas

Animado por la nostalgia, y gracias a la amabilidad de Elena López Cofiño —la nueva y muy diligente bibliotecaria— y de María José González Sobrecueva, que lleva una veintena larga de años en la casa, visité en mayo el altillo en que se guardan los volúmenes de la época fundacional —poco más de un millar de ejemplares—, a la espera de catalogación. He tenido la suerte de ver de nuevo los sellos estampados en los libros y de hojear y de oler algunos de ellos con ayuda de María José. Esos ejemplares llegaron a Arriondas en 1956, el de mi nacimiento en una casa ya desaparecida y situada casi enfrente de la biblioteca. Aquel mismo año Televisión Española inició sus emisiones desde el Paseo de La Habana, en Madrid, y —sorpresas te da la vida— el matemático John McCarthy acuñó el término inteligencia artificial durante una conferencia impartida en la Universidad de Darmouth (Estados Unidos).

Sello de la primitiva biblioteca municipal de Parres.

La semilla del anuncio de McCarthy ha tardado en germinar, pero ha brotado con fuerza y corren, imparables, ríos de tinta en todas sus versiones y por todos los canales. El inquietante fenómeno de la inteligencia artificial, que ha pasado de la ficción a la realidad casi sin darnos cuenta, ha abierto un intenso debate social, político y académico que adquiere a veces tonos apocalípticos. Pase lo que pase con los desafíos de las máquinas pensantes, confiemos en que, en el peor escenario posible, siempre nos quedarán los libros, en sus distintos formatos, como fiel reflejo (y refugio) del saber humano. No hay que sacralizar el papel, por más que nos gusten las primeras ediciones bien encuadernadas a los bibliófilos, ni condenar las pantallas.

Jorge Luis Borges en su época de director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Imagen: Archivo de la BNBA.

No siempre el medio es el mensaje. Solía decir Jorge Luis Borges que él estaba más satisfecho y feliz de sus lecturas que de sus escritos. La cita final de estas divagaciones librescas, en las que se han filtrado aguas fluviales con tintes poéticos, la reservo para uno de los relatos más conocidos y sobrecogedores del autor argentino, La biblioteca de Babel (1941):

«Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta. (…) Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza».

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*Este artículo, bajo el título «Ríos de tinta», se publicó en julio de 2023 en la revista La Peruyal de Arriondas, sociedad que conmemora su 75.º aniversario en 2024. El 11.7.2024 he hecho algunas actualizaciones y breves añadidos, pero el texto esencial es el mismo de entonces.

Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a Antonieta, la nieta de Carmina, por los datos facilitados y por la foto de su abuela con Juan, su padre, cuando era niño. También a Fran Rozada, cronista oficial de Parres, a cuyos escritos sobre la biblioteca —disponibles en la web del Ayuntamiento— les remito para obtener información más detallada. Fran también me ha enviado la foto de Dulce Junco que se reproduce aquí. Y mi gratitud asimismo a las bibliotecarias —Gloria Álvarez es de mención obligada— y bibliotecarios que precedieron a las actuales encargadas del centro, Elena y María José.