Libros para un cincuentenario

«La niebla abandonaba lentamente la plaza. Se podía ver ya la alta torre de la ciudadela sobre los tejados, y las golondrinas salían de sus nidos, dejándose caer con las alas abiertas para el primer vuelo matinal».

Un hombre que se parecía a Orestes, de Álvaro Cunqueiro. Premio Nadal, 1968.

Libros de la colección RTVE, publicados entre 1969 y 1971.

Libros de la colección RTVE, publicados entre 1969 y 1971.

Aquella mañana del 16 de octubre de 1968, hace hoy medio siglo, todo olía a nuevo y parecía frágil en el recién inaugurado instituto de Arriondas (Parres, Asturias), tan esperado en la villa, rica en salmones, nieblas y piraguas. Era miércoles y la puesta en escena salió como se esperaba, imagino: aulas impecables, caras asustadas, encerados vírgenes, palabras desconocidas. Había asombro en los rostros y esperanza en las miradas. Y en los silencios.

Es improbable que alguno de los pipiolos y pipiolas —prometo no hacer más desdoblamientos— que aparecen en las fotos del momento hubiera hojeado los periódicos del día. Al menos yo no los había leído e ignoraba casi por completo lo que pasaba en el exterior, que no era poco.

Basta con asomarse a la hemeroteca: México, tras la terrible matanza estudiantil de Tlatelolco, celebraba los Juegos Olímpicos; el doctor Christian Barnard hacía su tercer transplante de corazón en Ciudad del Cabo, Manuel Ferrand ganaba el Premio Planeta… y los tripulantes del Apolo VII, en órbita alrededor de la Tierra, estaban resfriados y se quejaban del mal sabor del agua clorada que bebían a bordo, según cuentan las crónicas. Dicho más claramente: los astronautas estadounidenses ya acariciaban el viaje a la Luna, que se produjo unos meses después —en julio de 1969— y nosotros,  hablo solo por mí, ya estábamos permanentemente en ella. O en Babia, limbo leonés menos romántico pero más próximo.

Pasados los discursos y las bendiciones, quienes tuvimos la suerte de ocupar las clases del instituto por vez primera vez acabamos distribuidos en los pupitres por orden alfabético. En mi grupo, creo que era el 1.º A, Quique Argüello Otero —in memoriam— encabezaba la lista, seguido de Laureano Blanco Nava. Y luego, el resto, hasta la cuarentena de alumnos: perplejos y expectantes tras la subida del telón y la salida a escena. Chicas y chicos estábamos separados, por lo menos inicialmente. Luego ya no. El espíritu imperante de Isabel y Fernando, recordado en una de las canciones que nos enseñaba el hiperactivo y popular Eugenio Campandegui —cura y profesor de religión fallecido en 2008—, se fue relajando con el tiempo. Menos mal.

Hace veinticinco años, cuando se cumplió el vigésimo quinto aniversario del centro y lo celebramos comme il faut, escribí notas varias destinadas a la conmemoración. Quedaron recogidas en una revista impresa, artesanal, que coordinó mi amigo Juan Cueto Solares, pero no las tengo a mano. Entonces, en 1993, yo era más beligerante y jacobino, más apasionado ideológicamente que ahora, y eso se notará seguramente en los comentarios. Cada cosa en su momento: no me arrepiento del pasado, aunque cambiaría algunas decisiones y errores, pero tampoco me entretengo en la añoranza. Hoy ya solo siento nostalgia de futuro, expresión atribuida a distintos autores y especialmente a Fernando Pessoa, siempre en lúcido desasosiego.

Ahora, en el primer cincuentenario del centro —en rigor, sección delegada del instituto de Llanes—, sigo creyendo que para mi generación la apertura del colegio —vamos a llamarlo así por una vez, para darnos algo de pisto— resultó decisiva: una gran oportunidad. Algunos no habríamos podido acceder al bachillerato ni a los estudios posteriores sin la apertura de aquella casa gris y fría situada a la vera del río Sella.

Veo en las fotos de esa mañana, junto a otros docentes, a Venancio Prado, médico, alcalde… y profesor de educación física, su otra faceta. Guardo de él un recuerdo muy afectuoso porque me distinguió con su amistad y con su apoyo, pese a ser probablemente el peor alumno que tuvo nunca. El más torpe en la pista y en el gimnasio. Un desastre.

He dicho alguna vez que Arriondas ha sido injusta y desmemoriada con don Venancio. Estuvo al frente del ayuntamiento durante la dictadura, es verdad, pero no era franquista en la acepción más común y cuestionable del término, al menos a mi juicio. Decir esto hoy puede sonar inoportuno, políticamente incorrecto, pero a determinada edad uno puede permitirse algunas licencias y decir lo que piensa sin más miramientos. Confieso haber sido, in illo tempore, compañero de viaje del viejo Partido Comunista de España (PCE) y no por eso dejo de reconocer la valía de personas que, por circunstancias diversas, han acabado reducidas a los prejuicios de las etiquetas y los clichés. La memoria, como la vida, no se traza con una línea recta y monocolor: está llena de meandros y de matices.

Cincuenta son muchos años. De aquel instituto, cuya andadura se truncó durante lustros por causas diversas y no del todo explicadas, conservo imágenes imborrables y muy gratas, como la del ejemplar del misterioso Casares que había en un estante de la biblioteca, enigmático diccionario en cuyos secretos nadie me adentró*. Tampoco me he olvidado de la catedrática Pilar Costales, quien me descubrió a Antonio Machado y a Juan Ramón Jiménez. Y que nos enseñó a todos cómo hacer fichas de libros: autor, título, editorial, tema. También pienso a menudo en mis coetáneos, varios ya desaparecidos por desgracia, de cuyas existencias no he vuelto a saber en muchos casos.

De aquella etapa mantengo otro recuerdo especial, ajeno al instituto pero para mí inseparable de esa etapa: la compra de la colección RTVE en la librería de Antonín Otero, pequeña y cálida, entrañable, muy ordenada siempre. Son los tomos —aviso para milennials— que ilustran estas notas. Podría afirmar que los conservo desde entonces, pero mentiría: los tengo, pero adquiridos después. Las ediciones son malas, se despegan los lomos, las cubiertas son feas, la letra es endiabladamente pequeña a veces… pero las selección, exceptuada media docena de títulos de compromiso, resulta muy aceptable. Algunas de las obras, además, van precedidas de prólogos excelentes, como los que hicieron Francisco Umbral para La hoja roja de Delibes o Juan Benet para el Alfanhuí de Ferlosio.

Aún hoy, cuando ejerzo de bibliófilo de poca monta, saco estos humildes libros de sus estantes y los hojeo y los huelo y les echo pegamento… y les doy ánimo si lo necesitan. Entre ellos figura, en la antología de Machado —introducida por Julián Marías— ese poema de 1913 dirigido a José María Palacio, «buen amigo», que Pilar Costales nos leyó una tarde en clase. Aquel día descubrí la emoción del verso, que me acompaña.

La colección de RTVE y Salvat, muy propia de los teleclubs aquellos de Fraga, formó parte de las salitas de la época, equipadas con su tresillo, su mueble bar y su tele. Así las retrató el Equipo Crónica en 1970: observen los volúmenes de RTVE arriba, en el estante del medio, sobre la cabeza de Velázquez:

«Las meninas» o «La salita». Equipo Crónica, 1970. Fundación March.

«Las meninas» o «La salita». Equipo Crónica, 1970. Fundación March.

Como en cualquier centro educativo, en nuestro instituto de Arriondas hubo de todo: profesores y estudiantes buenos, malos y regulares. Medio siglo después, pesan más en mí las buenas que las malas experiencias y prevalecen la gratitud y el reconocimiento hacia los docentes y los compañeros. Llegamos allí, lo indicaba al inicio, bastante ajenos al mundo que nos rodeaba. Seguíamos con el paso cambiado, entonando el «Cara al sol», mea culpa, cuando ya había estallado el mayo francés en París. Y sabíamos algo de la guerra de Vietnam porque un periodista asturiano, que había vivido en Arriondas, José Manuel Diego Carcedo, era uno de los enviados especiales al conflicto y La Nueva España publicaba sus crónicas para la agencia Pyresa. Poco más.

No fue esa la causa de mi interés por el periodismo —no me atraen especialmente las aventuras ni los viajes exóticos—, pero pronto supe que quería dedicarme a ese noble oficio de informar y he tenido la suerte de ejercerlo en distintos frentes (no bélicos) durante algo más de cuarenta años. Ahora, ya casi en la reserva, he querido pararme a pensar en aquel miércoles, 16 de octubre de 1968, cuando los diarios que yo aún no leía informaban de «asambleas no autorizadas» en la Universidad Complutense de Madrid, a la que yo llegaría felizmente algún tiempo después, en 1975. La misma en que mi hijo Pelayo ultima este curso sus estudios de Derecho. Misión, por tanto, (casi) cumplida.

De todo aquello, de todo esto, al final es probable que solo queden el tacto y el aroma que desprenden las páginas de algunos libros viejos.

*Hace dos años, en mi etapa de director de Comunicación de la Real Academia Española, tuve el honor de organizar una visita especial a la institución de los familiares de Julio Casares, el autor de ese entonces enigmático Diccionario ideológico expuesto en la biblioteca del instituto. Hablamos de muchas cosas, pero se me olvidó comentarles este detalle.

P. S.

Hoy, a las nueve de la mañana, la misma hora en que hace cincuenta años entraba en aquellas aulas, iba andando camino del dentista. Mientras hacía tiempo para subir a la consulta, situada en el barrio madrileño de Salamanca, me fijé en el escaparate de una tienda de sombreros que anunciaba las legendarias boinas Elósegui. A unos metros, un señor de mediana edad proclamaba en la calle su condición de chatarrero a grito pelado. Y solicitaba posible mercancía como antaño, de viva voz.

Parecía un escenario salido de Galdós o Baroja. O de Emilia Pardo Bazán. Estamos en 2018, pero no hemos cambiado tanto como creemos. Salvo en un detalle: los quioscos de periódicos están vacíos, en serio peligro de extinción.

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